SIN IMPORTANCIA por Ana Lozano

SIN IMPORTANCIA por Ana Lozano

Decidió visitar al dermatólogo. El doctor examinó aquella pequeña mancha rojiza a la altura del pecho izquierdo que se presentaba bajo la apariencia de un leve sarpullido.

―Quizás se deba al roce de la fibra. Póngase esta pomada, solo parece una irritación sin más.

Raúl lo había encontrado a la salida del médico. Antonio le contó que el eccema le había surgido de pronto, sin darse cuenta, pero que el doctor no le había dado importancia. Se conocían desde niños. Habían asistido a la misma escuela y en aquella época casi todas las tardes compartían merienda y juegos. Por eso, cuando supo que desde hacía tiempo no tenía empleo lo recomendó a un amigo empresario. Al mes de la muerte, todavía no había podido comprender lo que realmente ocurrió.

Fui él quien lo acompañó y lo presentó a Tomás, el director de la empresa Neumáticos y Recauchutados Márquez S.L.

—Bienvenido Antonio. Lo pongo al corriente ahora mismo. ¿Sabe? Lucas nos dejó tan de repente que urge que se ponga usted al día cuanto antes—le dijo al presentarlo a la secretaria.

Raúl se lo encontró de nuevo tres meses después.

― ¡Ya iba siendo hora de que me contases cómo te va!

―Pues no creas, aún me estoy aclimatando. Mira, no he tenido ni tiempo de cambiar el llavero. Estoy tan liado que por poco si puedo venir al médico.

Antonio le contó que el eccema seguía allí. Había querido olvidarse del asunto por el trabajo. Sin embargo, se despertaba por las noches e instintivamente, sin  poder evitarlo se llevaba la mano a la molestia y se rascaba. No dormía nada bien. Cada mañana notaba que el cerco se extendía. Aun así, solo se ponía polvos de talco, se vestía rápido y sin demora salía a trabajar.

―Hay que sacar la tarea como sea. Si no llegamos, habrá que alargar la jornada―venía anunciando el jefe.

Hasta que un día lo llamó al despacho.

―Mira Antonio, sé que llevas poco tiempo, pero tienes que espabilar si quieres continuar con nosotros.

Él le prometió esforzarse al máximo. Llegaba el primero y se iba el último, aunque inesperadamente a mitad del trabajo una desazón apremiante lo acometía y tenía que entrar en el aseo para rascarse.

Después de dos semanas la mancha no mejoraba de aspecto, por eso había decidido consultar al médico.

―Bueno hombre, ten un poco de paciencia. Tomás es un buen empresario, ahora sí, inflexible incluso con él mismo―le contestó Raúl—. Seguro que lo tuyo es una reacción por el medio ambiente. ¡A saber a lo qué estamos expuestos! Mejor ni pensarlo.

Para animarlo fueron a charlar a un bar cercano.

― ¡Camarero, eh, oiga! Traiga dos cañas y algo para picar.

―No. Espera, para mí solo una botella de agua.

― ¿Cómo es eso? Si tú siempre bebes cerveza.

―No sé, últimamente no me apetece tanto

― Tengo la teoría de que hay que ser fiel a tus convicciones, por tontas que parezcan.

Raúl sabía que su amigo necesitaba un refuerzo, siempre le había faltado confianza en sí mismo. Al despedirse se lo quedó mirando.

―Oye esas gafas te quedan bien, te dan un aire muy distinto.

A la mañana siguiente Antonio comprobó que sus ojos azules habían tomado una tonalidad pardusca. Le fastidiaba que Marta lo hostigaría siempre a la más leve molestia para que fuese al médico. Ahora no podía perder tiempo, serían cambios físicos por la edad sin más.

― ¿Dónde vas con las gafas de sol, si está nublado? ―le preguntó su mujer.

―Es que he dormido mal y tengo los ojos irritados.

—Deja que te vea.

―No te preocupes, ya me he puesto colirio.

Desde entonces se empeñó en llevarlas siempre porque decía que la luz lo perjudicaba.

—No crees que deberías cortarte el pelo, me extraña que no te moleste para lo que tú eres— le insinuó el sábado cuando él se disponía a meterse en la ducha.

Normalmente iba a la peluquería cada mes, pero había empezado a dejarse el pelo largo intentando tapar la incipiente calva.

—Permita que le dé un consejo: debería usted cuidarse más el cabello. Su pelo no es el que era. Parece que le esté cambiado el metabolismo—le dijo el peluquero asombrado de la cantidad de canas que le estaban saliendo.

Una mañana una mujer en la cincuentena, de buen porte, vestida de manera sencilla, aunque cuidada, fue a hablar con el jefe. Al salir del despacho miró de reojo hacia donde Antonio trabajaba. Él pudo leer sorpresa en su cara, tanta que Tomás, el jefe, tuvo que sostener a la mujer para que no se cayera. Intercambiaron unas palabras y al poco, los dos se dirigieron hasta la mesa donde trabajaba el empleado.

—Mira Antonio, esta es Rosario, la esposa de Lucas. Quiere conocerte.

Se quedaron los dos mudos contemplándose y enseguida Antonio sintió una fuerte atracción como si inevitablemente algo lo empujara hacía ella.

A la salida del trabajo, Rosario lo esperaba paseando por la acera. No necesitaron darse más explicaciones. Como si se conociesen de toda la vida se sentaron en una cafetería cercana.

—Háblame de tu marido, así podré comprender mejor el trabajo que hacía.

Se convirtió en una costumbre, todas las tardes se veían y Rosario le iba desvelando la personalidad de Lucas.

En cambio, Marta veía distanciarse a Antonio sin saber por qué. Ella se esmeraba en arreglarse y él apenas si respondía a sus caricias. El marido se negaba a admitirlo y aseguraba que él se comportaba como siempre.

Sin embargo, él no se atrevía a confesarse que cada vez necesitaba estar más tiempo con Rosario. Fue ella la que le aconsejó que dejase de beber y fumar; la que consideró que la ropa deportiva y juvenil le restaba credibilidad. Debía dar una imagen de hombre más serio y responsable. Lo animó a que adoptase otro estilo más clásico y de colores neutros. Un día, Antonio decidió que necesitaba unos zapatos y antes de regresar a casa entró a una zapatería situada enfrente de la oficina. El dependiente lo miró a hurtadillas.

― ¿Oiga, le ocurre algo?

―Es que…―el hombre se puso lívido―. Perdone que lo mire. Lo creía muerto y al verlo aquí…

―Joven se está usted confundiendo con otro—le replicó de manera brusca y agria.

El empleado demudado, apenas si acertó a envolver la caja. Tomó el dinero con gesto aprensivo y balbuceó una despedida apresurada. El suceso puso de malhumor a Antonio, más cuando oyó que todas las televisiones de la calle empezaban a retransmitir La Copa de la UEFA.

—Pensaba que te quedarías en el bar a ver el partido—le dijo Marta al oír abrir la puerta—.  ¡Quién lo diría, con lo forofo que eras! ¿Te ocurre algo?

—No, solo estoy cansado.

Había andado todo el día intranquilo sin lograr concentrarse y al anochecer estaba rendido. Cuando se desnudó, encontró de nuevo la mancha allí, incrustada como un parásito. Se dio crema y se acostó, aunque no dejó de removerse en toda la noche.

Soñó que unos grandes tentáculos lo agarraban y lo precipitaban al vacío. Algo le atenazaba la garganta y no lo dejaba respirar. Se despertó sobresaltado. Palpó el interruptor y encendió la luz. La mancha era más violenta y agresiva. De nuevo la embadurnó de pomada y el frescor lo alivió un poco. No obstante, apenas si pudo descansar.

A la mañana siguiente se encontraba somnoliento y poco diligente. Se vistió desganado y pensó: «Si no soy capaz de alcanzar los objetivos, me despedirán».

Durante toda la jornada creyó que el jefe lo vigilaba. Él, sin poder evitarlo se llevaba repetidamente la mano a la zona sensible.

Acabó el trabajo lo mejor que pudo. Aquella tarde no tuvo ánimos para verse con Rosario

Llegó a casa, se tomó un vaso de leche con una aspirina y se acostó. Poco a poco, una pesada ensoñación lo envolvió. Una marea rojiza lo trataba de alcanzar y él corría y corría por un largo pasadizo sin encontrar la salida.

Al fin, descubrió una puerta y tras ella un hombre que le resultaba familiar se fundió con él en un envolvente abrazo. Al día siguiente, se sorprendió de despertarse alegre y descansado. Mientras se aseaba, comprobó que el eccema había desaparecido. Al salir a la calle, palpó las llaves de la mesa de la oficina en su bolsillo y se notó con fuerzas renovadas. «Ya va siendo hora de aclarar las cosas, en cuanto vuelva hablaré con Marta», se dijo.

Al final de la jornada, Tomás lo llamó de nuevo. Estuvo un buen rato haciéndole preguntas y revisando su trabajo. Antonio esperaba sin ningún síntoma de impaciencia. Cuando terminó la revisión, el jefe se quitó las gafas, rodeó la mesa y se colocó a la altura del empleado.

― ¡Vaya, enhorabuena, me alegro del remonte! —le dijo—. Me asombra que haya conseguido en tan poco tiempo tan buen resultado.

Antonio correspondió con una sonrisa de satisfacción. Cuando se sentó en su escritorio, una voz le susurró: Ahora te toca a ti.

Al mes siguiente su amigo Raúl, por encargo expreso de Marta, se propuso averiguar quién era aquella mujer que, enlutada, se había sentado descaradamente en la primera fila como si se tratase del funeral de su propio marido.

Añadir comentario