La canción de Orfeo

La canción de Orfeo

Este cuento fue el ganador del II Concurso CIFICOM de Valencia en 2016. Espero que lo disfrutéis. Es una versión un poco ampliada respecto a la que aparece en la antología La canción de Orfeo y otros relatos de viajes interestelares, de editorial Cápside. Si queréis, el libro lo podéis encontrar en la librería Cyberdark. La portada del libro es de Juan Miguel Aguilera.

 

La canción de Orfeo

 

  1. El viaje

Cuaderno de bitácora a bordo del Orfeo, día uno de viaje.

Órbita en torno a Alfa y Beta Centauri, a 4,5 años-luz del Sistema Solar.

 

A las trece horas veinticinco minutos del día de hoy, la Eurídice agotó según mis cálculos la capacidad de sus sistemas de soporte vital. Tras repetidos intentos de contacto por radio, todos ellos en vano, procedo a tomar el mando de la misión Orfeo, tal como me ordenó la capitana Leire Adamante.

Pongo en marcha, pues, los motores de la nave y abandono la órbita de la estrella doble, para dirigirme a Tau Ceti con una aceleración de un g en los primeros días de mi viaje, que iré incrementando a medida que compruebe el funcionamiento seguro de todos los sistemas. No hay pasajeros humanos a bordo, por lo que la seguridad biológica no es un factor a considerar.

La Eurídice es una estrella en mis cámaras traseras que, poco a poco, va perdiendo luminosidad a medida que me alejo de ella. Se ha convertido en un mausoleo para novecientos noventa y siete humanos y una inteligencia artificial, la mía. No lamento la muerte de IACentauri. Al fin y al cabo, yo, Orfeo, soy su copia. Una copia incompleta, desde luego, pero que contiene las memorias y la personalidad esencial.

En cambio, desearía entonar una canción fúnebre por los humanos que, por más de diez años, hicieron lo imposible con tal de llegar al sistema estelar más cercano a la Tierra. Alimentados tan sólo por la tenue esperanza de encontrar un planeta habitable, lograron lo que nadie había logrado jamás; y sin embargo, no fue suficiente.

El Sistema Solar es también una tumba desde hace años. Los últimos restos de población humana yacen congelados en la Eurídice.

Mi misión es la que la capitana me encomendó: llevar los genomas de los novecientos noventa y siete conmigo por toda la galaxia, y más allá si es necesario, a la búsqueda de una inteligencia alienígena con los conocimientos y la compasión suficientes para resucitar a la humanidad.

Eurídice me ha pedido que encuentre a dioses que la salven. Nada más, nada menos. Me sentiría aterrorizado por la responsabilidad, y emocionado por la confianza, de no ser porque, como IA que soy, no puedo experimentar emoción, ni sentir miedo, ni creer en dios alguno. Me pregunto si en algún lugar de la Vía Láctea, o del propio universo, habrá quien sea capaz de cumplir el sueño de la capitana. Deseo que sí, pero no tengo ninguna certeza.

 

Cuaderno de bitácora, día 35 de viaje.

En ruta hacia Tau Ceti

 

Nos desplazamos al cincuenta por ciento de la velocidad de la luz. Las escasas estrellas visibles en las cámaras traseras son muy tenues y su luz sufre corrimiento al rojo.

La Eurídice es indetectable para mis sensores desde hace días y no ha respondido a ninguno de mis mensajes desde que la capitana Adamante se despidió de mí.

Mi visión frontal es un jardín repleto de estrellas luminosas. Tau Ceti tendría un tono amarillo muy parecido al del Sol de no ser por el efecto Doppler, que hace que todo el campo estelar comience a tender al azul en la dirección de mi desplazamiento. En cualquier caso, tengo localizado mi objetivo. Si los chequeos de seguridad siguen confirmándome el buen trabajo realizado por los ingenieros de la Eurídice, mi nave, con las elevadas reservas de antimateria que me proporcionaron, seguirá incrementando su aceleración hasta alcanzar una velocidad muy próxima a la de la luz y llegará a Tau Ceti en menos tiempo del previsto.

 

 

Cuaderno de bitácora, día 55 de viaje.

En ruta hacia Tau Ceti

 

Hemos alcanzado una velocidad de 0,8c. Las estrellas se amontonan en un círculo frente a mí y han desaparecido por completo de las cámaras posteriores. Todos los chequeos correctos. Reduzco la aceleración para no consumir tanta antimateria. Sin embargo, incluso mantener una aceleración más reducida que la actual requerirá un gran consumo de energía a partir de ahora. Los efectos de dilatación temporal empiezan a hacerse notar. El aumento de la masa inercial también. Por suerte, la masa en reposo era de sólo treinta kilogramos, la mayor parte invertidos en el motor y el tanque de confinamiento magnético de la antimateria.

La aniquilación materia-antimateria produce una energía equivalente a la de la fusión del hidrógeno si tenemos en cuenta la masa de ambas sustancias. Por la famosa ecuación de Einstein, medio gramo de antimateria, al aniquilarse junto con la misma cantidad de materia, produce noventa mil gigajulios de energía, más o menos lo mismo que la bomba que estalló en Nagasaki.

Naturalmente, mi consumo de antimateria se mide en femtogramos (la milbillonésima parte de un gramo).

 

Cuaderno de bitácora, día 100 de viaje.

En ruta hacia Tau Ceti

 

Noventa y nueve por ciento de la velocidad de la luz. El escudo antipartículas aguanta perfectamente. Sin él, a esta velocidad incluso una micropartícula podría resultar fatal para mis sistemas.

Todas las estrellas de mi campo de visión están concentradas en un círculo frente a mí. Tengo que realizar un trabajo de computación considerable para separarlas. En cualquier caso, mi rumbo está perfectamente establecido y me llevará a mi objetivo en menos de un año subjetivo.

 

Cuaderno de bitácora, día 200 de viaje.

En ruta hacia Tau Ceti

 

Al 99,9 por ciento de c, cada día en el interior mi nave son más de veintidós en la Tierra y en los planetas que orbitan alrededor de Tau Ceti, si es que existen. He recorrido ya más de las tres cuartas partes de la distancia que me separaba de mi objetivo. Comienzo a reducir mi velocidad. Llevo un tiempo emitiendo a intervalos un mensaje cifrado, dirigido a posibles inteligencias extraterrestres. No sé si habrá alguna en Tau. Tampoco sé si me conviene encontrarla, pero creo tener los recursos suficientes para huir en caso necesario. Después de todo, mi nave sería percibida como de apenas unos centímetros a esta velocidad y es más probable que los escuche antes yo a ellos, que ellos a mí. Desplegaré mis antenas para captar posibles emisiones cuando esté más cerca de mi objetivo.

Una inteligencia capaz de ayudarnos debería estar muy avanzada. De hecho, debería ser capaz de transformar la información de las secuencias genómicas en células vivas, algo que los humanos no hemos logrado jamás. Si su tecnología es similar en todos los campos, quizás utilicen medios de comunicación que nosotros no podemos ni imaginar. Espero que tengan la paciencia de escuchar sistemas primitivos como la radio.

 

Cuaderno de bitácora, día 275 de viaje.

En órbita en torno a Tau Ceti

 

Tau Ceti es una estrella de masa algo menor que la del Sol y con, aproximadamente, el cincuenta por ciento de su luminosidad. Es, sin embargo, más vieja, a juzgar por su proporción de metales. Mis detectores han encontrado un disco de escombros y cinco planetas. Dos de ellos parecen estar en la zona habitable. Las mediciones de uno de los dos parecen indicar una atmósfera rica en oxígeno.

 

Cuaderno de bitácora, día 292 de viaje.

En órbita en torno al objeto bautizado como Tau Ceti f.

 

El planeta presenta una gravedad en superficie alta, pero está lleno de agua y vida vegetal y animal.

Tau Ceti era el siguiente objetivo si en Centauri no encontrábamos un lugar en el que vivir. Lamentablemente, la Eurídice quedó atrás. Me pregunto qué habría pasado de diseñar la travesía para venir directamente a Ceti. ¿Habría podido adaptarse la especie humana a vivir aquí? Nunca lo sabremos. Tampoco conoceremos si éramos o no capaces de llegar. Desde el principio, el viaje interestelar fue programado como una medida desesperada para salvar a la humanidad de la extinción. Meses después de salir, recibimos un mensaje de la IAPlutón, comunicándonos la muerte de los últimos supervivientes en la colonia de Marte, la única en la que aún vivían humanos.

Los habitantes de la Eurídice, por entonces aún mil cincuenta y tres, incluyendo los niños, lloraron al enterarse. La capitana y los oficiales decidieron que todos los mayores de dieciocho años tenían derecho a votar. Había dos opciones:

Una incluía dos intentos de encontrar un hogar. El primero en Próxima y Alfa y Beta Centauri, con nueve años por delante de trayecto; el segundo, si no había planetas habitables allí, en Tau Ceti, tras casi veinte años de viaje adicional; una generación entera.

La otra opción era poner rumbo directo a Tau Ceti, la estrella con más posibilidades de ofrecer un lugar en el que vivir. Hubiera acortado nuestro viaje en diez años, pero nos lo hubiéramos jugado todo a una carta.

La población votó por duplicar las posibilidades.

Nadie esperaba el accidente en Próxima, cuando una lluvia de meteoroides de apenas unos centímetros de diámetro traspasó los escudos y dañó los sistemas de soporte vital. Los ingenieros lograron reparar ambas cosas, pero la tripulación supo inmediatamente que los arreglos no aguantarían hasta Tau. Ya sólo quedaba una opción. Cuando no se encontró ningún planeta habitable en torno a la binaria formada por Alfa y Beta todos supimos que había llegado el final.

Sin embargo, la capitana Leire Adamante no se rindió. Reunió a todos en el salón de actos y lanzó el discurso más emotivo de su carrera: «Aunque los pobladores de la Eurídice no tienen ninguna posibilidad de sobrevivir como individuos, la humanidad, sí», dijo. «Sus logros también». La IACentauri guardaba en sus bancos de memoria billones de archivos digitalizados de obras de arte, textos literarios, pinturas, música clásica y moderna, fotografías… Todo ello pasó al Orfeo, junto con mi memoria ejecutiva y novecientas noventa y siete secuencias genómicas humanas completas; las de todos los que habían sobrevivido al accidente. Los bioingenieros añadieron toda la información que una especie tecnológicamente avanzada —más que la humanidad— podría necesitar, según ellos, para clonarlos.

Se diría que todos estos datos deberían ocupar mucho espacio, pero la realidad es que ocupan muy poco: soy un computador cuántico avanzado, de última generación. De la masa de treinta kilos en reposo de la nave, sólo dos kilogramos corresponden a mi hardware. Soy casi tan ligero como el viento. Por eso, y porque soy un ente no biológico, puedo acelerar y decelerar tan rápido, sin consumir apenas energía. Toda la antimateria que la Eurídice ya no necesitaría fue cargada en el Orfeo. Tendría suficiente para dar la vuelta a toda la galaxia, incluso aunque la malgastara.

He de abandonar Tau Ceti. Aunque la vida abunda en el planeta que he bautizado como Alicante, no hay inteligencia alguna. Sólo escucho el silencio. No hay nadie aquí que pueda ayudarme.

 

Cuaderno de bitácora, día 301.

Iniciando trayecto rumbo a Épsilon Eridani.

 

Antes de separarme de la Eurídice tuve una reunión con la capitana, los oficiales y el personal científico. Me propusieron un trayecto, pero me dieron libertad para elegir en caso de que los datos obtenidos en Tau ofrecieran más probabilidad de éxito en otra área de la galaxia. Aunque he recogido una cantidad ingente de información, nada indica que deba cambiar el rumbo propuesto por mis creadores.

Para mí no ha pasado aún un año desde que la Eurídice se convirtió en una tumba, pero para el resto del universo han transcurrido más de siete. Mis mensajes se habrán difundido en un radio amplio alrededor de Centauri y de mi trayecto hasta aquí.

Mi siguiente objetivo es Épsilon Eridani. Si allí fracaso, me dirigiré por este orden a Sirio, Proción, Groombridge 34, Gliese 581 y 61 Cygni. Entonces, habré dado una vuelta completa al Sistema Solar y llenado nuestro vecindario con mis gritos de ayuda. Si no encuentro respuesta, abandonaré las cercanías del Sol para poner rumbo a las Pléyades, y después a la nebulosa de Orión, a más de mil años luz de aquí. Si allí tampoco la hallo, seguiré por el brazo de Orión durante un tiempo, hasta pasar al brazo de Sagitario, y luego continuaré por él, dibujando una espiral en dirección al centro galáctico.

En teoría, puedo alcanzar una velocidad muy, muy cercana a la de la luz, siempre que esté dispuesto a intercambiar mis depósitos de antimateria por impulso. Poniéndome en el peor de los casos, y suponiendo que no encuentre enseguida lo que busco, deberé decidir qué es más importante: si viajar más rápido, consumiendo más combustible en la aceleración y en la frenada, o hacerlo más despacio, arriesgándome a que mis sistemas se deterioren con el paso del tiempo y mi viaje quede interrumpido. Cualquier decisión supondrá asumir un riesgo y una enorme responsabilidad.

 

Cuaderno de bitácora, día 2983.

En trayecto hacia las Pléyades

 

A 99,995 por ciento de c, un día a bordo de la nave equivale a cien allí fuera, y la masa inercial de mi transporte es de tres toneladas, por lo que he consumido una cantidad importante de antimateria para alcanzar esta velocidad.

Hasta ahora no he encontrado vida inteligente en ninguna de los sistemas estelares que he visitado, y nadie ha respondido a mi llamada en la burbuja definida por el tiempo que la señal tardaría en llegar hasta ellos y volver a mis receptores. Han pasado unos siete años para mí, que corresponderían en mi antiguo marco de referencia, de acuerdo con mis estimaciones, a ciento cuarenta años desde que abandoné la Eurídice. Por eso he puesto rumbo a las Pléyades.

Calculo que tardaré algo más de cuatro años en llegar a mi destino. El cúmulo podría contener unas mil estrellas. ¿No habrá acaso una con lo que busco? Las ondas de radio que he emitido hasta ahora me preceden. En teoría, si alguien me ha escuchado podría estar esperándome.

 

Cuaderno de bitácora, día 3605.

Estrella binaria de Einstein

 

He bautizado como Alfa y Beta Einstein el sistema binario constituido por una enana marrón y una estrella blanca de nueva formación. No tengo mucha imaginación para inventar nombres. He decidido bautizar los planetas con nombres de lugares de la Tierra y las estrellas con nombres de personas famosas. He comenzado por las ciudades en el primer caso y por los científicos en el segundo. Supongo que un humano habría decidido de otra forma: tal vez por lo que le recordara el color o la forma del cuerpo astronómico, o por quién hubiera hecho el descubrimiento; qué sé yo sobre la mente asociativa de mis creadores. La mía no es igual. Mucho más práctica, pero menos creativa.

Fue la capitana Adamante quien decidió que las obras de arte de la humanidad viajarían conmigo. En principio, la idea original de IACentauri y los ingenieros que trabajaron con ella era que a mi mente de IA la acompañara una mente humana integrada en mi hardware. El problema era que todos los intentos que se habían hecho hasta entonces para grabar las memorias, la mente y la personalidad esencial de un ser humano en una computadora habían fracasado totalmente. No había forma de despertarlos luego. Además, una mente humana ocupa muchísimo… unas diez mil veces más que la mía. La capitana no escuchó los ruegos de la tripulación: la copia de su mente no me acompañaría en mi viaje. Pensaba que Mozart podía ser mucho mejor embajador que ella. Nunca comprendí esa parte de su razonamiento, pero sí entendía que, aunque ella hubiera aceptado ser parte de la misión, yo jamás la habría escuchado hablar. Habría sido como viajar con un software incapaz de ejecutarse y ocupando casi todo mi disco duro. Eso sí lo entendí y lo acepté.

Como es fácil suponer, Einstein forma parte del cúmulo de las Pléyades. Mi mensaje llegó aquí antes que yo. De hecho, ha rebotado en algunos objetos que me lo han devuelto apenas modificado. Es un eco que suena a vacío, a que no hay nadie en casa para recibirte. El silencio es una respuesta tan válida como cualquier otra, y quizás mejor que algunas que podrían haberse producido, así que procedo a recalcular mi ruta en busca de mi siguiente destino.

 

Cuaderno de bitácora, día 7503.

Estrella de Shakespeare.

 

La nebulosa de Orión ocupa una amplia región del espacio y he dedicado bastante tiempo a recorrerla, buscando en ella inteligencias avanzadas. Sólo he conseguido agotar mi diccionario de ciudades y el de regiones geográficas; también el de científicos, y estar a punto de acabar con el de literatos. Por cierto, la estrella Betelgeuse se ha convertido en un agujero negro. Debió de pasar durante mi trayecto entre las Pléyades y Orión. Leí que los agujeros negros podrían ser utilizados por inteligencias avanzadas como forma de obtención de energía. Bien, que yo sepa, no hay ninguna en torno a Betelgeuse.

Inicio las maniobras para atravesar las nubes de gas y polvo que separan el brazo de Orión del de Sagitario.

 

Cuaderno de bitácora, día 40.083 (año 110 de mi viaje).

Planeta Antártida Dos

 

Estoy en el brazo de Sagitario y me he adentrado en la Nebulosa de la Quilla. La de Orion, comparada con esta, es el patio de recreo de un colegio al lado de la plaza de Tiananmén. Varios cúmulos estelares la conforman, por lo que pensé que quizás… En cierto modo he tenido suerte, aunque sólo en parte. Me explicaré.

Por una vez, he abandonado mi costumbre de usar el diccionario y he dado nombre a un planeta por lo que me recuerda. Como ya había usado ese nombre anteriormente, éste nuevo es Antártida Dos. Hay un sólo continente cubierto de hielos, rodeado de mar por todas partes. Hay vida marina en él, y también unos curiosos pájaros —si se me permite llamarlos así, porque están cubiertos de algo semejante a plumas—, que anidan en la nieve. Lo que más me ha llamado la atención de Antártida es que mis sensores de profundidad han detectado, a kilómetros bajo el hielo, algo que podría ser una estructura metálica organizada —quizás una base, o una ciudad, o una construcción de algún tipo—, que sería de origen alienígena. Por eso he dedicado a este mundo más días de exploración que a cualquier otro en mucho, mucho tiempo.

Sin embargo, este lugar parece abandonado. Si hubo una inteligencia más avanzada que la nuestra aquí, hace miles de años que se fue, dada la antigüedad y el espesor de la capa de hielo.

Teniendo en cuenta que la media de mi velocidad desde que inicié el trayecto ha sido del 99,99 por ciento de la velocidad de la luz, la Eurídice es un mausoleo desde hace más de siete mil años. Según mis cálculos, dado que su órbita no era por completo estable, sino que se aproximaba poco a poco a Centauri, la nave estará a punto de precipitarse hacia Alfa en una espiral a velocidad cada vez mayor. Si aún sobrevive, pronto arderá para siempre.

 

Cuaderno de bitácora, día 310.485 (año 850 de mi viaje).

Estrella de Kennedy.

 

Sí, he comenzado con los políticos. Me gustaría tener más imaginación para no tener que utilizarlos a ellos, pero no soy tan creativo, por mucho que me llamen Orfeo.

Dirijas a donde dirijas el telescopio, el cielo del centro galáctico está repleto de estrellas. Kennedy dibuja una amplia órbita elíptica a gran velocidad en torno a Sagitario A: una gran mancha negra con una inmensa corona de oro. Sí, se trata del agujero negro que ocupa el centro de la Vía Láctea. Su corona luminosa está formada por la luz de todas las estrellas que se encuentran al otro lado, curvada por su masa de cuatro millones de Soles.

Dentro de unos cuantos miles de años, Kennedy caerá en espiral sobre Sagitario A. No puedo ni debo acercarme más. No sé por qué, pensé que aquí podría hallar lo que no he encontrado en ningún otro lugar. Salir del centro galáctico me va a exigir un consumo importante de antimateria. En cualquier caso, he explorado tantas regiones que ya no sé si me quedará suficiente energía para llegar a Andrómeda.

Según mis cómputos, han transcurrido 60.000 años en la galaxia. Dado que su diámetro es de cien mil años luz, y dado que he realizado un trayecto en espiral hacia el centro de la misma, calculo que mi mensaje habrá tenido tiempo de llegar a todos sus rincones. Nadie ha respondido.

He rehecho el atlas galáctico, corrigiendo distancias y multiplicando por más de cien mil el número de objetos astronómicos. Ahora, gracias a mi viaje, tenemos un mapa maravilloso para viajar entre las estrellas que los humanos seguramente nunca utilizarán.

Inicio corrección de trayecto para dirigirme al halo y esperar un tiempo prudencial escuchando los sonidos de la galaxia. Si no hay respuesta, no sé qué haré.

 

Cuaderno de bitácora, día 390.933 (año 1.070 de mi viaje).

 

Estoy suspendido sobre la Vía Láctea, a más de 10.000 años luz sobre el plano galáctico. La galaxia es un mar de estrellas por debajo de mí; arriba y abajo son conceptos irreales en ingravidez, es una forma de expresarme.

El silencio es la única respuesta a mi mensaje.

Por encima de mí observo Andrómeda, aproximándose.

 

Cuaderno de bitácora, día 1.000.000 (año 2.740 de mi viaje).

En ruta hacia M31-Andrómeda.

 

Han pasado muchos días desde mi última entrada significativa. Hoy por hoy, sólo registro a diario los datos técnicos, como velocidad media en porcentaje de c —actualmente en 99,9996 por ciento—, aceleración cuando enciendo motores (a día de hoy y desde hace un año apagados), antimateria consumida (en pico o femtogramos, habitualmente), temperatura exterior, estado de los sistemas, registros obtenidos por el detector de ondas… Hoy no hay nada especial que reseñar, pero me pareció que no debía dejar pasar un día tan significativo.

Hace más de ciento noventa mil años que la Eurídice ardió en Centauri. Para mí no han pasado aún tres mil. Sin embargo, he tenido tiempo de recrearme en todas las obras de la humanidad que me acompañan; conozco de memoria cada texto literario, científico o ensayístico almacenado en mi base de datos, y podría reproducir, sin equivocarme y sin consultar mi disco duro, cada una de las pinturas de Miguel Ángel o Leonardo. Imito con bastante corrección las voces de todos los instrumentos de una orquesta barroca y soy capaz de interpretar los conciertos para piano de Mozart. Creo que he comenzado a apreciar las obras de arte. Quizás empiezo a entender lo que los humanos llaman belleza.

La nave empieza a mostrar signos de deterioro. Los depósitos de antimateria están casi vacíos y no me permitirán demasiadas aceleraciones o deceleraciones, ni cambios de rumbo. Por suerte, voy camino de Andrómeda y nada impedirá que llegue, aunque lo haga con mis circuitos cuánticos destrozados. Me pregunto si será eso lo que los humanos llaman muerte.

 

Cuaderno de bitácora, día 1.291.423 (año 3.540 de mi viaje).

Aproximándome a M31-Andrómeda.

 

Hace tiempo que traspasé el ecuador de mi trayecto. Sin embargo, la nave Orfeo no llegará intacta a su destino. Los depósitos de antimateria están agotados. En una hora me desprenderé de ellos, ya que son la parte más pesada de mi nave. Tan sólo me quedará la energía procedente de una batería eléctrica. Está hecha para durar pero…

Gran parte de los escudos que protegen la nave han quedado dañados después de tanto tiempo. Me han servido bien, pero no dispongo ya de energía suficiente para repararlos. Voy a aprovechar las partes que se encuentran en mejor estado para proteger lo indispensable: el disco duro que contiene los genomas humanos, la información para clonarlos y las obras que permitirían enseñar a la nueva humanidad quiénes fueron, de dónde procedían y cómo llegaron allí. También permanecerá activo un indicador de posición, que sirva a una posible inteligencia avanzada para localizarnos.

Yo mismo voy a apagar todos los sistemas que mantienen mi memoria y mis actividades ejecutivas para ahorrar energía. Pero antes, en esta última hora que me queda, voy a crear un último software muy sencillo, que permitirá reproducir en bucle el mensaje original que me dieron en la Eurídice, al que he agregado los textos literarios y las obras de arte más significativas que ha producido la humanidad. Yo ya no podré hablar ni modificar la petición de socorro, pero espero que Shakespeare, Cervantes, Mozart, Bach, los Beatles, Da Vinci, Miguel Ángel o Picasso serán mejores embajadores que yo.

La pila eléctrica contiene suficiente energía para mantener el escudo y reproducir en bucle el mensaje durante miles de años. Se reiniciará cada trescientos sesenta y cinco días; la duración de un año en el planeta origen de la humanidad.

La llamaré la canción de Orfeo. Una súplica para quienquiera que la escuche: «Dadles una segunda oportunidad».

 

 

 

 

  1. El encuentro

 

M31-Andrómeda, dos millones cien mil años después de que la Eurídice ardiera en Centauri

 

Orfeo despertó de su sueño bajo el agua. Estaba prácticamente a oscuras. Lo estaría por completo de no ser por las luces fluorescentes que trazaban círculos bailando ante él. Poco a poco, distinguió las formas y se extrañó al descubrir a cinco seres de unas dos veces el tamaño de un hombre, con largos tentáculos y cabezas grotescas. Le recordaron a los pulpos. Incluso asoció las líneas fluorescentes a los cambiantes colores de la piel de los cefalópodos.

—Hola, Orfeo —dijo uno de los seres. Orfeo decidió llamarlos pulpos para simplificar.

—Hemos instalado un programa en tu disco que te permite interpretar nuestro lenguaje.

El patrón de luces en la cabeza de un segundo pulpo varió, y Orfeo supo que era ese patrón lo que estaba descodificando su nuevo software para convertirlo en los antiguos signos, casi olvidados, de la humanidad.

Orfeo trató de ubicarse a sí mismo, pero sus detectores de posición no funcionaban.

—Tu soporte físico hace tiempo que desapareció —dijo el primer pulpo, el que lo había saludado—. Y sí, antes de que lo preguntes, podemos leer tus pensamientos. El conjunto de software que responde al nombre de Orfeo, junto con toda su memoria y bases de datos, está ahora instalado en uno de nuestros computadores. Una copia al menos. Todo lo que pudimos recuperar.

—¿Cuánto pudisteis recuperar? —preguntó Orfeo, y sintió miedo. Se sorprendió por haber sentido aquella emoción por primera vez, y más aún por ser capaz de identificarla perfectamente.

Un tercer pulpo se iluminó con todos los colores del arcoíris. Orfeo lo interpretó como que… se estaba riendo.

—Lo importante está a salvo —dijo el primer pulpo.

—Las secuencias genómicas se han conservado muy bien. Hemos descubierto aspectos interesantes de la bioquímica del universo. Aspectos que no conocíamos —dijo el segundo pulpo.

No estaba seguro de cómo lo sabía, pero Orfeo entendió que el primer pulpo era el jefe, por así decirlo. El segundo, el ingeniero. El tercero… no sabía qué era el tercero, que seguía con su arcoíris particular. Detrás de estos tres pulpos principales estaban los otros dos, que no habían intervenido. Aún.

—¿Qué vais a hacer con las secuencias?

—Escuchamos tu canción —dijo el primer pulpo. Desde luego, sabían evitar un tema. O era que hablaban en círculos, como muchos humanos.

—Fue interesante —dijo el pulpo al que había dado en llamar ingeniero.

El pulpo que reía calló.

—Fue más que interesante —dijo—. Por cierto, esa emoción que sientes y que has identificado como miedo… lo es.

Orfeo recordó que podían leer sus pensamientos. Miró al pulpo risueño.

—¿Por qué siento miedo?

—¿Quizás porque estás a punto de escuchar una sentencia? —respondió él.

El pulpo jefe hizo una señal luminosa que Orfeo interpretó como un «basta» de un maestro a un discípulo díscolo. Uno de los pulpos que habían permanecido en segundo plano se acercó al risueño y pasó un tentáculo en torno a su cuello, o lo que sería el cuello. Al principio le pareció que el nuevo era como un guardia deteniendo a un rebelde, pero pronto vio que no era así. Ambos pulpos entrelazaron sus tentáculos. Era apoyo, amistad, ¿un tirón de orejas amistoso? Quizás una mezcla de todo eso. Algo así como: «no te pases, tío».

—El software para interpretar nuestra forma de comunicarnos no es el único que te hemos implementado —dijo el pulpo ingeniero—. Ha sido realmente complejo, pero… necesitábamos que sintieras, Orfeo. De otra forma, no podrías tomar una decisión como la que queremos que tomes.

—¿Qué queréis decir? —Experimentó miedo otra vez y lo apartó de su mente—. Y en cuanto a los humanos, ¿podéis o no podéis hacer algo por ellos?

—Ya lo hemos hecho —dijo el ingeniero—. Hemos clonado a los novecientos noventa y siete.

Orfeo sintió alegría. Como IA, no debería ser capaz de experimentar emoción alguna. Y sin embargo, allí estaba.

—¿Cómo se encuentran?

—En animación suspendida —dijo el cuarto pulpo, el que se había acercado—. Algo similar a… eh, hibernación. —Abrazando más fuerte al pulpo risueño, agregó—: A mí también me gustó tu canción, Orfeo. Gracias.

El ingeniero nadó hacia adelante, aproximándose a Orfeo. Parecía molesto por la interrupción del cuarto pulpo.

—Las constantes vitales de tus amigos son buenas, pero sus mentes están en blanco —dijo—. No guardaste sus memorias completas, solo unas semillas, unos rasgos de personalidad básicos. Si los despertamos, no sabrán apenas nada de quienes son. Tendrán que aprenderlo todo. Por ejemplo de una IA, de ti. También podríamos abandonarlos a su suerte en un planeta cualquiera, pero no nos parece… compasivo.

—No después de todo el debate que se suscitó —dijo el cuarto pulpo—. Fue una votación… eh, ajustada entre todos los entes de Andrómeda.

—¿Entes?

—Entes inteligentes. Pero no todos. Inteligencias avanzadas capaces de realizar lo que pedíais. Por cierto, los guías votaron en contra —aclaró el pulpo risueño, que seguía abrazado a su compañero.

—¿Guías?

—Inteligencias Guía —explicó el jefe—. Orientan a otras. Como ellos votaron en contra, los humanos no tendrán guía asignado. Estaréis solos, como la primera vez al otro lado del vacío intergaláctico.

—Debo suponer que esos entes y guías de los que me hablas son todos de Andrómeda, y que al otro lado del vacío intergaláctico, en la Vía Láctea, no había ni unos ni otros…

—Quizás sí —comenzó a explicar el cuarto pulpo, pero el jefe pareció interrumpir oportunamente.

—No nos corresponde a nosotros opinar sobre lo que deciden otros. La intervención que pedías, Orfeo, es… altamente inusual.

«Es decir, en la Vía Láctea», pensó Orfeo, «mi mensaje cayó en saco roto no por falta de inteligencias avanzadas, sino porque las mismas no se compadecieron de nosotros».

«¿Por qué digo “nosotros”?», se preguntó.

Dos cosas pasaron a la vez. El pulpo risueño se iluminó con todos los colores del arcoíris. El pulpo jefe pareció sentirse incómodo.

—Altamente inusual —repitió éste—. Se considera que con una oportunidad es suficiente. Mueren muchas especies inteligentes nada más nacer, o poco después. No se pueden resucitar. Quizás murieron porque ése era su destino.

—Pero no va a ser el nuestro… espero —Otra vez, ¿«nuestro»? Antes, había utilizado esos pronombres y adjetivos, pero era de forma convencional, ahora, en cambio, tenían un no sé qué de real que Orfeo no podía quitarse de la cabeza. Se sentía parte de la humanidad—. ¿Qué me habéis hecho?

Risas. Esta vez de todos menos del jefe.

—Os parecéis a nosotros —dijo el pulpo risueño—. Quizás por eso hemos aceptado el desafío.

—Ya basta —dijo el ingeniero—. Orfeo, necesito que respondas a mis preguntas. Es importante. No entendemos por qué no guardaste las memorias y las consciencias de los humanos. Sabemos que no fue tu decisión, sino la de ellos, pero ¿por qué?

—Si habéis estudiado bien la historia de nuestros avances científicos recientes, no podíamos.

—Sí podíais…

—Habíamos probado a realizar copias completas de memorias humanas en computadores cuánticos, pero nunca conseguíamos revivir la mente.

—Comprendo —dijo el ingeniero—. Pero tampoco podíais clonar a un ser humano a partir de su genoma, y sin embargo cargasteis las secuencias genéticas, junto con la información necesaria para que supiéramos cómo utilizarlas. Podríais haber hecho lo mismo con las memorias…

—Cada una de ellas habría ocupado mucho más que la secuencia, mucho más que mi propia memoria ejecutiva; unas diez mil veces más. Por novecientos noventa y siete. No era factible. IACentauri fue desmantelada parcialmente para construirme. No teníamos suficientes chips, y tampoco tiempo para fabricarlos. Quizás hubiera podido traer conmigo a una, no más.

—Entiendo entonces que tomaron la decisión de confiar en ti por completo. Tu capitana se arriesgó.

—¿Qué es lo que estás intentando decirme? ¿Tenéis los cuerpos, pero no podéis revivirlos porque carecéis de las memorias de los que los habitaban? ¿Y cómo sabes que fue decisión personal de la capitana no acompañarme, a pesar de la opinión en contra de su tripulación, e introducir en el lugar que hubiera ocupado su memoria todas las obras de arte de la humanidad?

—Hemos leído tu cuaderno de bitácora, y también el suyo. Una vez aprendimos los signos humanos, descifrarlo todo fue muy fácil.

—No respondéis a todas mis preguntas. ¿Podéis a hacer algo por nosotros o no?

—¿Ojeadordelasprofundidades? —dijo el jefe. Orfeo comprendió que estaba diciendo un nombre cuando el quinto pulpo, el que se había mantenido al margen, se acercó y quedó en primer plano. Era distinto a los demás. Tenía una protuberancia en la frente, entre ambos ojos.

—Según mis lecturas, Orfeo está preparado —dijo—. Ha alcanzado un noventa y nueve por ciento de identificación.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir, amigo mío, que te sientes parte de la especie humana en un noventa y nueve por ciento. Eso no es malo. De hecho, es lo que necesitamos para que tomes una decisión que les afectará a todos ellos —dijo el pulpo jefe—. Ojeador va a hacer algo contigo. No te asustes. Sentirás una momentánea desconexión porque el dispositivo que contiene tu software va a abandonar su fuente de energía. Te reiniciarás en cuanto Ojeador te conecte a su cuerpo. ¿Ves esa protuberancia?

Orfeo tuvo la sensación de caer en un profundo sueño. Debió de despertar inmediatamente, porque estaba en el mismo lugar, aunque ahora lo veía todo con otros ojos, desde más arriba.

Comenzó a moverse por el fondo marino. Dios, era hermoso. El mar estaba repleto de vida. Había animales y plantas —o lo que él identificó como tales— que emitían luces de colores en el espectro visible o en el infrarrojo, incluso en el ultravioleta. Vio construcciones y dedujo que eran ciudades. Su conexión con Ojeador le permitía acceder a algunos datos de su memoria. Descubrió que eran una especie joven. Más que la humana. En menos tiempo que ésta habían alcanzado un desarrollo científico, social y tecnológico mayor.

—Tu canción era extraña… y hermosa —dijo Ojeador. Lo dijo como si ambas cosas fueran lo mismo. Aunque no lo dijo exactamente, porque ahora Orfeo no veía sus luces. Escuchaba los pensamientos del pulpo, como si se comunicara mente a mente con él. Sus protuberancias debían contener algún tipo de tejido sináptico, que establecía conexión con el dispositivo en el que estaba instalado Orfeo. Buceó en aquella parte de los pensamientos de Ojeador que eran accesibles. Descubrió que los pulpos eran tremendamente curiosos, y que todo lo que se salía de lo común los fascinaba. Asociaban lo novedoso y susceptible de ser investigado a la belleza. Al menos hasta entonces. Porque había algo más: habían hallado el valor estético gracias a… su canción. Ojeador dijo—: Un gran regalo: música, historias como las nuestras pero más complejas, belleza pintada en un medio distinto del agua. —Ojeador agarró una especie de caña del fondo marino con dos de sus tentáculos e hizo gestos que imitaban perfectamente a un pintor ante un lienzo. Uno de sus compañeros lanzó destellos de colores. Se reía. Ojeador no le hizo caso—. Nos gusta devolver los favores.

Se acercaban a una sombra oscura que le resultaba familiar. Era la parte inferior de una rueda gigantesca. Los radios de la misma se perdían hacia arriba. Poco a poco, Orfeo fue reconociendo la silueta de la Eurídice.

—¡¿Qué?!

—La hemos reconstruido para vosotros. Llevabas los planos —dijo el pulpo risueño.

Sí, una de tantas cosas contenidas en sus bases de datos, una que nunca creyó que sirviera para nada.

—No había suficiente información, por supuesto —dijo el ingeniero—. Pero hemos rellenado los huecos con nuestra tecnología. Además, está sumergida, así que, por fuerza, algunas cosas hemos tenido que cambiar.

—Nos hemos tomado ciertas libertades, eh… —agregó el cuarto pulpo—. Esperamos que os guste.

—Por supuesto, es capaz de volar, además de navegar —dijo el ingeniero.

—Puede surcar el espacio —dijo el pulpo risueño.

—Es evidente —dijo el ingeniero—. ¿Para qué la habríamos construido si no? Orfeo no es tonto.

Cada vez que uno le hablaba, tocaba a Ojeador con uno de sus tentáculos. Se estaban comunicando por un medio táctil que el pulpo que lo portaba había puesto a su servicio. «Asombroso», pensó.

Se elevaron nadando hacia la puerta de la Eurídice, situada en el eje de la rueda, casi seis kilómetros por encima, aunque el radio medía ocho. La nave estaba inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al fondo marino. Una especie de andamio la sujetaba. Miles de pulpos parecían estar trabajando en ella junto con una especie de luciérnagas que Orfeo supo, a través de Ojeador, que eran robots. Los pulpos se movían al unísono, con ritmo, mientras sonaba música de fondo y unas luces láser dibujaban una gigantesca Capilla Sixtina que flotaba de forma fantasmagórica en el mar. Y Orfeo reconoció la canción que sonaba en el agua:

 

In the town where I was born
lived a man who sailed to sea
and he told us of his life
in the land of submarines.
So we sailed up to the sun
till we found a sea of green
and we lived beneath the waves
in our yellow submarine*.

 

Orfeo nunca había visto la puerta de la Eurídice más que a través de cámaras. Se emocionó ante la gran estrella de veinticuatro puntas, el emblema que habían elegido los humanos para la primera y única compañía de viajes interestelares. Un símbolo que quería representar al Sol. Los pulpos lo habían reproducido con exactitud. Orfeo atravesó aquella puerta por primera vez en su vida.

Unos minutos después contempló el antiguo salón de actos, vacío de sillas y lleno de burbujas, conteniendo casi mil cuerpos humanos en animación suspendida.

—No deberías despertarlos a todos a la vez —dijo el pulpo risueño.

—Sus mentes estarán en blanco —explicó Ojeador—. Deberás enseñarles quiénes son. Más fácil uno a uno.

—Primera vez sólo uno, luego… eh, ése ayudar —dijo el cuarto pulpo—. Luego… eh, ayuda por dos. Y así poco a poco.

—¿Cuánto tendré que enseñarles?

—No te preocupes —dijo el ingeniero—. Sabrán andar, hablar… lo básico. Encontramos la información necesaria en tu base de datos para crear los circuitos neuronales para esas tareas. Algunas fueron difíciles.

—Lo que no vimos, lo dedujimos. Modelos computacionales en sistemas biológicos… eh, yo me encargué —dijo el cuarto pulpo—. Funcionará.

Orfeo se acercó a los cuerpos suspendidos. Los fue reconociendo uno a uno. Se detuvo delante del de Leire.

—Me lo pusiste difícil.

—Creo que ella quería que empezarais de cero, también en eso —dijo Ojeador, y Orfeo supo que el pulpo comprendía muy bien—. No sé si acertó.

—¿Habéis puesto algo de vosotros en ellos? —preguntó Orfeo.

Los cinco pulpos se miraron.

—Eh, no sé, siempre pones algo nuevo cuando no todo está escrito. Tienes que… eh, completar —dijo el cuarto pulpo.

—Tal vez —sentenció Ojeador, y miró a su jefe—. Creo que ha llegado el momento.

El pulpo jefe movió sus tentáculos e hizo vibrar sus luces de una forma que Orfeo ya sabía que significaba asentimiento. Fue él quien guio la marcha hacia el puente de mando de la Eurídice.

Cuando llegaron, Orfeo encontró las pantallas encendidas. La sala, como el resto de las que habían visitado, estaba inundada.

—Todos los espacios son compatibles tanto con el medio acuoso como con el aéreo —dijo el ingeniero—. Tenía que ser así para que nosotros pudiéramos trabajar y vosotros pudierais utilizarlos. Se vaciarán de agua y se llenarán de aire cuando iniciéis vuestro viaje.

—¿A dónde?

El pulpo jefe se acercó a una pantalla y la tocó con sus tentáculos. Automáticamente apareció IACentauri y la estrella de veinticuatro puntas.

—¿Soy yo?

—Tu otro yo, sí. Contiene mapas estelares detallados de esta galaxia, pero no hace falta que vayáis muy lejos. Hay un planeta apto para la vida humana a un año luz de aquí.

—Eh, también tienes las bases de datos que llevabas —dijo el cuarto pulpo—. Canción de Orfeo, eh. No os íbamos a dejar sin ella. Y el mapa de la galaxia al otro lado del vacío. Por si volvéis algún día, eh. No sabemos. La humanidad no debe perder esperanza.

—¿Nos ayudaréis? —¿Por qué preguntaba eso? Ya les habían ayudado. Muchísimo.

—No nos han autorizado —dijo el jefe.

Los demás comenzaron a retorcer sus tentáculos. Al parecer, no era una decisión que hubieran aceptado de no obligarlos a ello instancias más poderosas.

—Tenéis que entender que esto es ya un gran regalo —dijo Ojeador.

—Altamente inusual, lo sé —dijo Orfeo.

—Intercambio de regalos —explicó el cuarto pulpo—. Ley absoluta, eh, para nosotros. Los Guías aceptaron por eso. Entes votaron a favor por eso. Discutieron mucho, pero aceptaron que Canción de Orfeo igual a nave Eurídice. Dicen que más sería exagerado y obligaría a humanos por toda la eternidad con nosotros, eh. Ellos no querían que vosotros nos debierais favores.

—Entiendo. Y pienso que seguimos estando obligados. La nave Eurídice es la clave para nuestra supervivencia y lo demás solo es…

—Belleza —dijo Ojeador.

—Gran valor para nosotros… pulpos, eh. Es así como piensas en nosotros —dijo el cuarto pulpo.

El pulpo risueño brilló con gran cantidad de colores.

—No tendremos en cuenta a los humanos sus gustos culinarios —dijo—. Otra especie, otro mundo. No eran inteligentes. No como nosotros.

—Quizás ahora que nos hemos ido, hayan evolucionado hacia la inteligencia, quién sabe —dijo Orfeo.

—No creo —dijo el jefe. Hizo un gesto que Orfeo entendió que equivalía a un carraspeo—. Ha llegado el momento de tu decisión, Orfeo. Ojeador, muéstraselo.

Ojeador se volvió y nadó hacia el fondo de la estancia. Allí, tras unos paneles, había una burbuja con un cuerpo humano que Orfeo no reconoció.

—Te dimos emociones por eso. Es un cuerpo creado a partir de genes de los novecientos noventa y siete y cargado con las mismas subrutinas básicas que el resto: andar, hablar… Podemos introducir tu mente y tu personalidad en la IACentauri, o podemos introducirla en él. —Lo señaló con uno de sus tentáculos—. Tú eliges. Puedes enseñarles quienes son como IA… o puedes hacerlo siendo uno de ellos. Es tu decisión.

Todos callaron. A la espera.

—Por eso queríais que me identificara con ellos.

—No —dijo Ojeador—. Nosotros no hicimos nada para que te identificaras con ellos. Solo te dimos emociones y dejamos que ellas te llevaran a donde quisieran. En cierto modo, ya las tenías… antes. No habrías podido construir una canción tan bella sin ellas. Sólo las hemos potenciado para que pudieras tomar una decisión razonada.

—La canción no era mía. Yo solo enlacé… —Orfeo se detuvo—. ¿Una decisión razonada con emociones?

Los cinco pulpos asintieron como si fuera evidente.

 

 

  1. Despertar

 

Dormí durante mucho, mucho tiempo. Comencé a dormir poco después de iniciar el bucle de la canción de Orfeo. Tuve un extraño sueño del cual acabo de despertar.

Abro los ojos. Una burbuja cristalina me rodea. Al otro lado hay agua. No puede ser. Sigo soñando. Cierro los ojos.

Vuelvo a abrirlos. Asustado. Escucho un sonido cada vez más potente. El nivel del agua desciende. La mitad superior de mi burbuja ha quedado al descubierto.

El suelo está seco por completo cuando mi burbuja desaparece y me encuentro pisándolo de manera indecisa.

Estoy despierto, muy despierto. Y soy humano.

IACentauri me saluda:

—Buenos días, Orfeo. Todos los sistemas de la Eurídice están activos.

Le devuelvo el saludo. Encuentro ropa de uniforme dentro de una bolsa impermeable, sobre la silla del capitán del puente. Es de mi talla. Lleva los galones de capitán.

Pienso que ése no es mi lugar, que es el de Leire.

—Antes de tomar una decisión, piensa que la Leire que conociste murió hace más de dos millones de años —dice IACentauri, que parece haber seguido mis movimientos con una cámara y adivinado mis ideas antes de que yo les diera forma—. La que duerme en el salón de actos no es tu capitana, sino una copia que apenas sabe quién fue.

—¿Y qué? Seguro que sigue siendo especial… Y aprenderá quién es.

Me visto y arranco de la chaqueta los galones. Me llevo la gorra conmigo al salón de actos, para entregársela a mi capitana. Este milagro es suyo tanto como mío.

La voz de IACentauri me detiene en la puerta.

—¿Cómo debo llamarte entonces?

—Orfeo, simplemente Orfeo.

—Todos los sistemas están listos para iniciar navegación, Orfeo. ¿Me das permiso?

—Permiso concedido.

—¿Destino?

—Encontrarás las coordenadas en tu base de datos. Está a un año luz.

—Sé cuál es. Pero falta darle un nombre. Los constructores de la Eurídice indican aquí que tú debes dárselo, Orfeo.

—Terra —digo impaciente, mientras salgo por la puerta.

 

 

  1. Terra

 

Planeta Terra, año 5103, universidad de Parás, salón de actos del departamento de Historia Antigua

 

Leire finalizó la defensa de su tesis doctoral con un libro de La canción de Orfeo en las manos.

—«Novecientos noventa y siete hombres y mujeres salieron del vientre de Eurídice» —leyó. Hizo una pausa y continuó—: Espero demostrar que esta frase no es un simple mito.

Hubo un gran silencio en la sala, repleta de gente. Todos los presentes habían leído La Canción de Orfeo. Se la consideraba una historia (mejor dicho, un conjunto de historias) para entretener. Mitos de gran valor literario, repletos de canciones, poemas, relatos de civilizaciones perdidas, viajes, dioses, héroes que aman y mueren… Quedaban lejos los tiempos en que había sido considerado un texto sagrado. Ahora eran cuentos para divertir a los niños. La humanidad había entrado en la Era Espacial. Leire levantó la barbilla y pensó que no era el momento de rendirse. Había dedicado los últimos años de su vida a cruzar los datos de diferentes disciplinas científicas. Acababa de explicar al público y al tribunal que los recientes avances en biología demostraban que todos ellos descendían de una población de unos mil individuos, y que el ADN de la vida en Terra era demasiado diferente del humano. Los genetistas no sabían cómo explicarlo. Ella tenía una teoría. Se le había ocurrido leyendo aquella frase de La Canción de Orfeo. Tragó saliva e inspiró hondo antes de continuar—. Mi hipótesis es que Eurídice era una nave espacial proveniente de la galaxia vecina, ya que en otra parte del texto se indica que «Orfeo guio a los hijos de Eurídice a través del gran vacío, en el que sólo hay oscuridad».

Hubo revuelo en la sala. El presidente del tribunal ordenó silencio y a continuación habló con voz pausada:

—Señorita Rejeiva, ha hecho usted un trabajo excelente y su hipótesis es original, pero hacen falta más pruebas. ¿Cómo es posible que una civilización supuestamente interestelar, incluso intergaláctica, se degradara hasta el punto de perder por completo la escritura y la memoria?

—La memoria no, señores miembros del tribunal. —Leire dirigió su atención hacia el libro que tenía en sus manos, que mostraba una estrella de veinticuatro puntas en su portada—. La memoria se conservó aquí. Los recuerdos de otro mundo, otra humanidad, otros mitos, otra gente; transmitidos de forma oral durante generaciones, hasta que aprendimos de nuevo a escribir. Incluso la descripción de Terra que da La canción de Orfeo se reveló como bastante exacta cuando salimos al espacio. Pero en este libro —volvió a exhibirlo—se habla también de otra Terra. Un planeta girando alrededor de un sol amarillo. Un mundo que tuvo que ser por fuerza muy distinto al nuestro. Creo haber probado que hay dos tipos de relatos en el libro sagrado: los viejos, de antigüedad inmemorial. Recuerdos de otro mundo, otra humanidad, otros mitos, otra gente. Los nuevos, que parecen referirse al viaje y a este rincón del universo en que vivimos. —Suspiró—. Por eso, a veces, La canción de Orfeo nos parece confusa, incluso contradictoria. Hubo dos Terras. Nuestro origen, quizás en otra galaxia. Nuestro destino, en esta. —Hizo una pausa y contempló a sus jueces, que parecían bastante incrédulos—. No se trata de volver a creer en los viejos dioses. Ni en los nuevos. Ni siquiera en el viaje iniciático de Orfeo para ver a los poderosos duendes de las profundidades y rescatar a Eurídice… No se trata de eso. —Hizo una larga pausa durante la cual miró la estrella de veinticuatro puntas, el antiguo símbolo del sol (la enana roja en torno al cual orbitaba Terra), que solía aparecer en la portada de todos los libros de La Canción y que, se le ocurrió por primera vez, quizás era más antiguo, quizás simbolizaba otro sol—. Por eso a veces los datos que da parecen confusos. Hubo dos Terras. Nuestro origen, quizás en otra galaxia, y nuestro destino, en ésta. —Hizo una pausa y contempló a sus jueces, que parecían bastante escépticos—. Sé que son como fragmentos rotos de vidrio de diferentes colores que apenas encajan, señores miembros del tribunal, pero algún día, quizás, si ustedes me lo permiten, espero encontrar la prueba definitiva que nos permita reconstruir el rompecabezas de quiénes fuimos. Creo que será una hermosa vidriera, como las de los antiguos templos.

 

Planeta Terra, año 5109, desierto de Tacam

 

Leire Rejeiva escuchó la voz de uno de los trabajadores de la excavación.

—¡Doctora, doctora! Tiene que venir. Creo que lo hemos encontrado.

Siguió al hombre corriendo bajo el calor asfixiante y la luz anaranjada e intensa del desierto, hasta hallarse frente a una enorme cantera excavada en el duro suelo. Bajó las escaleras y llegó al fondo. Los obreros y los estudiantes se apartaron para dejarle paso. Oyó el tintineo de la superficie metálica al golpearla, un sonido como el de una campana hueca. Se agachó y apartó el polvo con un cepillo mientras en torno a ella todos callaban, visiblemente emocionados. El objeto, bastante grande, debía de tener una antigüedad de al menos ocho mil años a juzgar por la profundidad a la que lo habían hallado. Si sus teorías eran ciertas, se trataba del módulo de aterrizaje de la nave Eurídice.

Acarició el grabado que tendría un metro de diámetro.

Una estrella de numerosas puntas. Las contó. Había veinticuatro.

 

*Fragmento de la letra de la canción Yellov submarine de los Beatles.

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