GRETA por María Tordera

GRETA por María Tordera

A algunos seres de mi especie les gustan los espacios abiertos o los grandes monumentos del pasado, pero otros somos más tímidos: nos escondemos en los desvanes y en los armarios, viajamos en maletas o nos refugiamos en el interior de los libros. Así es como llegué un día a BiblioCafé, entre solapa y solapa, disimulada en las páginas de… No os voy a dar el título: me descubriríais.

Llamadme Greta. No es mi verdadero nombre porque, en realidad, no tengo ninguno. Nadie de mi especie lo tiene. Que a mí me haya correspondido uno en suerte  se debe a una confusión. Le conté a un amigo un tanto sordo que yo era una grieta y él entendió que me llamaba Greta. Desde entonces, todos mis conocidos me llaman así, y no me molesto en corregirles. ¿Para qué explicarles cada noche que yo soy esa «grieta», esa fisura, esa rendija apenas abierta en el espacio-tiempo que les permite llegar cada madrugada a BiblioCafé para contar sus historias o presentar sus libros?

Las grietas como yo comunicamos en un instante momentos y lugares separados por la distancia o los siglos. En ocasiones incluso, tendemos un puente entre mundos distintos. Pero no somos muy habladoras y rara vez nos hacemos comprender con claridad. Así que devuelvo un saludo y una sonrisa a mis amigos cuando ellos llegan a BiblioCafé y me dicen «Buenas noches, Greta» al verme sentada en la mesita del rincón, con mi infusión de fresas del bosque en una  mano y mi libro en la otra. Así está bien. No hace falta aclarar nada. Incluso en el caso de que me entendieran, al día siguiente lo habrían olvidado. Dejo que crean lo que quieran sobre mí. Lewis es el único que intuye mi verdadera esencia y tan solo porque de niño conoció a una prima mía que, por cierto, era tan tímida como yo: ella vivía dentro un armario.

Tengo el aspecto de una mujer vieja, viejísima. Habitualmente. Porque, a veces, finjo ser joven, muy joven, casi adolescente. Y en ocasiones, soy una niña. Depende del libro y del autor. Me gusta adaptarme. El día que Miguel de Cervantes presentó su «Don Quijote» llegué a imaginarme como Dulcinea, pero Hemingway me advirtió a tiempo de que nadie sabía el verdadero aspecto de la dama, así que opté por disfrazarme de dueña del palacio del duque, traje que, además, me permitió ir de tapada. Ya os he contado que prefiero pasar desapercibida.

Debo decir que fue la gran noche de Don Miguel. Hemingway  se había encargado de dar el soplo unos días antes, por lo que el rumor de que venía el autor del Quijote había corrido como la pólvora entre los asiduos de BiblioCafé. Acudieron en masa: Lewis, Poe, Twain, Dickens, Shakespeare, Quevedo, Calderón, Bradbury, Yourcenar, Wells, Wilde, Clarín, Pérez Galdós, Rulfo, Balzac, Tolstoi, London, Stevenson, James, Conrad, Asimov, Tolkien… Todos hicieron cola para que el manco les firmara con su mano buena. El pobre hombre no cabía en sí de gozo: no sabía que su libro había tenido tantos admiradores en cuatrocientos años. Lástima que no pudiera recordar su gran día al despertar en el año 1616, a la mañana siguiente   del sueño que le trajo hasta nosotros, poco antes de morir. Lo siento tanto… Pero no está en mi mano cambiar las reglas del viaje en el tiempo. Yo solo soy el camino.

Don Miguel, como habréis comprendido, es un raro visitante, pero los hay que vienen cada noche. Son los que se presentan después de muertos, como fantasmas. Por ejemplo, Dickens, que se quita su sombrero de copa a modo de saludo cada vez que pasa junto a mí; o Hemingway, que, a partir de la cuarta cerveza, se vuelve conversador, viene a sentarse a mi lado, saluda a todo el que llega  y, como habéis visto, deja escapar rumores y noticias que caen como una bomba entre los parroquianos. Twain y Stevenson son visitantes asiduos. En su presencia, soy yo la que sufre una metamorfosis: rejuvenezco y parezco una niña. Ellos me reconocen bajo mi apariencia infantil y me guiñan el ojo para demostrármelo: son tan traviesos como un muchacho.

Quevedo asiste pocas veces a las veladas, pero cuando lo hace siempre acude acompañado de Góngora y Lope de Vega. Los tres se sientan los martes en la mesa de los poetas junto a Shakespeare y Calderón. Éstos últimos discuten sobre el gran drama humano mientras Quevedo los observa desde su monóculo con una sonrisa escéptica y Lope insiste en enseñarme a escribir poesía. Cómo si las grietas tuviéramos el don de enlazar una rima tras otra como hace él.

Los lunes, la mesa de los poetas pertenece a Homero, Virgilio, Safo y el resto de autores griegos y romanos. Los mitos cobran vida en  BiblioCafé. Me gustaría disfrazarme de Atenea y rescatar a Ulises pero no puedo.  Los dioses no me lo permiten. Ni siquiera consienten que adopte la forma de una de las moiras, con lo bien que me iría el papel dada mi edad. Los miércoles se sienta a la mesa el siglo XX en pleno con Machado y Juan Ramón, los jueves vienen los poetas del siglo XIX… En ocasiones, uno u otro se despista y se presenta el día equivocado de la semana. No importa. Safo no tiene inconveniente en hacer un sitio a Bécquer a su lado y viceversa.

Jane Austen, Virginia Woolf y Mary Shelley, las tres damas que acuden  sin falta cada noche, se sientan juntas y piden siempre un té. Últimamente, invitan a Poe y a Kafka.  Entre los cinco ha surgido una curiosa amistad. Durante sus charlas, igual se habla de vestidos que de crímenes, de insectos que de  gatos. En cambio, a Balzac y   a Guy de Maupassant les gusta acomodarse en la mesa de Tolstoi y Dostoyevsky para discutir sobre el alma rusa y su influencia en la literatura francesa.

Ray Bradbury y HG Wells conversan sobre marcianos, y de vez en cuando lamentan el estado de las librerías. Discuten si deberían arder… Bradbury defiende que es preferible un final apocalíptico para ellas que un triste difuminarse en las neblinas del tiempo hasta desaparecer por completo. Wells le responde a Bradbury que no está en su mano escribir el final de una historia en el mundo real. HG es un científico cascarrabias, pero casi siempre tiene razón, para disgusto de Ray.

Tolkien, Clarke, Asimov y Borges juegan juntos al póker. Entre mano y mano, y entre cerveza  y cerveza, crean ciudades futurístico medievales situadas en mundos en los que los robots y los elfos combaten unidos frente a dragones con escamas de metal; los magos viajan en naves espaciales dirigidas por Inteligencias Artificiales rebeldes; los hombres utilizan lenguas muertas con gramáticas imaginarias y las fortalezas oscuras asumen geometrías imposibles.

Quizás deba pedirles que me lleven a uno de esos planetas lejanos, porque, la otra noche, Asimov, que venía a presentarnos su «Fundación» y es, con mucho, el más enterado de todos mis fantasmas,   me dijo que van a cerrar BiblioCafé.  Me pregunto cuál será el destino del libro en el que me refugio. Tengo miedo. Los humanos son tan impredecibles y caprichosos.  Y las grietas somos tan frágiles… Un golpe de viento y nos cerramos para siempre.

 

 

 

 

 

 

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