GRAN SHAKTI DE KIL por Marisa Alemany

GRAN SHAKTI DE KIL por Marisa Alemany

                         

“La Shakti, también llamada serpiente del placer o kundalini, es la energía femenina que une la consciencia individual con la consciencia eterna o divinidad”

El Tercer Ojo  T. Lobsang Rampa

I.

Kil, capital del planeta Prakiti. Sistema Culmenar.

año 3054 de la Era Shakti.

Cubierta con un fino velo de hilo, Akasha de Kil recita el mantra del amanecer. Sus amplias caderas se contonean sensualmente en honor a la estrella que venera ―¡oh noble Culmen!―. Su cuerpo voluptuoso, ante el horizonte, exhibe unas intrincadas inscripciones labradas en un tono sutilmente cobrizo. Son los símbolos de la Voz Sempiterna. Ella es la diosa de su planeta, Prakiti, y como tal, un tatuaje orgánico rodea su cuello como un collar de perlas rojas:

ॐ षक्ति आकश य्ôशित्

“Om Shakti Akasha Yôshit.”

Diosa del Éter, la forma más sutil de la materia.

Hoy, su inscripción shakti refulge intensamente. Una aguda intuición. El anuncio de acontecimientos, si bien no consigue dibujar la naturaleza de su origen.

La siniestra sospecha entorpece sus ejercicios matutinos. Pero ella, como diosa de su mundo, debe terminarlos.

Tras repetir los movimientos siete veces siete, recuesta su sensualidad sobre el lecho de meditación dispuesto al pie de la vidriera principal del Templo, con vistas al eje austral. Tumbada en él, contempla el recorrido de los dos satélites visibles desde el planeta Prakiti sobre la cúpula azul del nuevo día.

El resto de la estancia, diáfana, inmaculada, refleja un difuso arco de tonos suaves. Los rayos de luz dibujan líneas de tonos cambiantes al iluminar las diminutas partículas de polvo. Su mundo es hermoso y tranquilo, pero la sensación de amenaza en el centro de su pecho no cesa. Hace días que la siente, cada vez más intensa.

Tan etérea como confiada, salta fuera del lecho, sabe que necesita contactar con el poder de su divinidad. Indagar.

Una trampilla ubicada al pie del ventanal se abre para dar paso a un pequeño altar de mármol. Sobre él, una estatua labrada en hueso de ave garuda representa a una mujer embarazada. Los pies de la figura están enraizados en un tronco de árbol baniano y sus brazos se extienden al cielo. La diosa enciende una vela blanca en el interior un cuenco de cobre, pulido como un espejo y cargado de resinas. El  sahumerio pronto alcanza cada rincón de su templo y ella, absorta, inspira el humo.

Akasha de Kil, la Gran Shakti, de pie frente a su altar, inicia un canto sagrado con el sonido del vacío que solo como diosa conoce.

“Invoco Lo que ha sido, Es y Será”

El olor del incienso y el tintineo de la vela rememoran los cientos de prácticas que ha realizado a lo largo de su larga vida. Se estremece. Un sutil hormigueo entre sus ingles anuncia un sonido gutural, sensual. Mundano.

Dobla sus piernas, musculosas, magníficamente torneadas. Proyecta sus caderas hacia delante como ofrenda a su estrella, la visión más hermosa. Inicia un movimiento oscilante, rítmico, alimentando tras cada sacudida el sutil calor que nace en su vientre.

Se concentra en el fuego de su abdomen. Sonido, respiración y movimiento. Las tres claves para alcanzar el éxtasis.  Se balancea. Sus manos en la cintura, pechos, cuello.

Su kundalini se despierta: la serpiente sube por su columna. Una doble hélice de gozo, desde su pubis hasta su cuello. Sus piernas no cesan de inclinarse y recogerse, recibiendo con deleite el placer de la entrega.

Plenitud. Lucidez. Por fin aparece una de sus bestias de poder. El águila azul Apurna, voltea su hermosa cabeza.

La visión.

Larvas y pútridos insectos se deslizan sobre la cola de su serpiente, carcomiendo sus colores, hasta que sin fuerzas, cae al suelo donde el reptil desfallece, gris e inerte.

Su bestia alada desaparece. La conexión se ha truncado. Pero ha entendido lo suficiente.

Akasha, extenuada, cae sobre su diván tras el trance.

Cierra los ojos y desea no haber comprendido, no ser consciente de la nueva realidad que se abalanza hacia su mundo.

Derrama lágrimas de miedo, consciente de que el plan dictaminado por la estrella padre es la única vía para derrotar la amenaza. Un peligro que ella, como diosa de la luz, no puede vencer sola.

Sabe lo que necesita y amargamente, llora. Es un terrible sacrificio.

Descansa durante horas mientras recompone con delicadeza los fragmentos de su fortaleza y determinación.

Solo entonces, decide convocar a su hermana pequeña Arya, —Om Shakti La Noble y Veraz—. Juntas iniciarán los preparativos del plan lo antes posible.

II.

Torre Orbital de Kil, capital de Prakiti.

Diecinueve años más tarde.

Jyoti, preocupada por su aspecto, sabía que el resto de pasajeros la mirarían con extrañeza. Se había confeccionado una original diadema con piercings, aros y  tachuelas, acorde a su personaje de adolescente inconforme. Un ingenioso disfraz para disimular el circuito de contención que sobresalía de sus oídos. Gracias a él conseguía inhibir los problemas de percepción que sufría desde su nacimiento.

Su padre diseñó el artilugio para ella cuando era niña. Podía desconectarlo a voluntad, pero casi nunca lo hacía. La sensación de desconcierto era demasiado intensa. Los labios de sus semejantes se movían, pero estos no conformaban frases, ni palabras comprensibles para ella. Todo le sonaba a hueco, como si el mismísimo vacío retumbase. La confusión se volvía insoportable si se acercaba a otro ser humano. De hecho, la mayoría de veces lograba soportar este estado de caos durante solo unos minutos antes de descomponerse y vomitar.

Quizá debería haber mantenido más veces su escudo inactivo en la infancia y acostumbrarse, pero su padre no se lo permitió. No soportaba verla sufrir y, tras cada angustioso intento, le reactivaba su conexión con la realidad mediante el artificio.  Jyoti sabía que nada le servía regodearse en esos pensamientos, debía centrarse en su cometido.

El Jagad Guruh y su séquito controlaban la entrada al planeta Prakiti, y esta era la amenaza que debía superar. Desde que construyeron la torre orbital, ―bajo la imprevista conformidad de la Gran Shakti―, no admitían personas con nanomeds ni injertos tecnológicos avanzados. Según ellos,  para preservar la pureza de la casta superior del planeta.  Y aunque ella no tenía esos pequeños intrusos corriendo por sus venas, las prótesis que mitigaban su desorden de percepción emitían señales que podían confundir los detectores del scanner de control, dar al traste con todo y ser repatriada a Pitis para siempre. El planeta había sufrido años atrás algunos duros embates del inclemente clima que lo caracterizaba y la pureza de las castas, según ellos, garantizaba la bienaventuranza del planeta.

La mayoría de viajeros que provenían del satélite minero tomaron la salida hacia otros transbordos. Ella prosiguió las indicaciones hacia la cola donde esperaban su turno varias mujeres de raza prakitiana. Morenas y perfectamente proporcionadas. Su silueta, en cambio, era demasiado espigada, y su piel, demasiado traslúcida. No obstante, Jyoti había conseguido el atuendo típico del planeta de contrabando, un holgado sari color verde para desentonar lo menos posible.

El estricto sistema de control analizaría cada célula de su cuerpo en busca de los nanomeds. Para superarlo, debía desconectar su implante y exponer su vulnerabilidad.

Una tras una, las mujeres fueron desapareciendo tras el cristal opaco de la entrada custodiada por dos guardias sikh.

Cuando llegó su turno, uno de los guardias se acercó  y  manoseó con curiosidad o malicia el entramado de piercings de su cabeza. Un planeta con anillos, una bota militar, una cruz gamada…

―¿Que llevas aquí jovencita? Pasa adentro, lo veremos en un santiamén. ―le dijo.

Agarró su brazo con brusquedad y la metió en la cámara del control. Sin mediar palabra, extrajo tres sondas del panel de control y las introdujo en la base de su cuello. Jyoti se estremeció por el dolor de las punzadas pero se contuvo en silencio. El sikh la dejo sola en el oscuro habitáculo iluminado por diminutas luces naranjas.

Anunciaban el inicio del escaneo. La prueba comenzaría en treinta segundos.

Jyoti inició el protocolo de desconexión. Primero apagó el filtro de los sonidos más graves. Entre todas las frecuencias naturales, eran estas las que soportaba mejor y los ensayos previos le habían confirmado la conveniencia de ir de menos a más. Poco a poco, los pasos rítmicos de los viajeros que cruzaban el corredor se convertían en golpes secos dentro de su cabeza. La joven sabía que la respuesta de su cuerpo a los impactos ficticios era mover el cuello, suavemente, de arriba abajo, al ritmo del golpeteo.

Para disimular el cabeceo, extrajo de su bolsa de equipaje un equipo de música portátil y unos cascos antiguos que acopló a sus orejas.

Mientras su cabeza seguía la cadencia al ritmo de una la música, se atrevió a desconectar el módulo que filtraba los sonidos de frecuencia media. Tragó saliva. Algunas voces del exterior comenzaron a retumbar en su estómago.

Por fin, se centró en el tercer módulo, el de sonidos agudos. En ese instante, alguien carcajeó, un alarido insoportable. La angustia contenida escapó de su estómago por el esófago hasta estallar en el centro de su cabeza. Sentía la bilis en la garganta y se la tragó. Su cuerpo se dobló, quedando en posición fetal.

Como pudo, abrió su mochila y vomitó los fluidos que golpeaban su estómago. Debía continuar con los sistemas de protección desconectados. Tenía que acostumbrarse, habituarse a los estímulos externos.

El secreto es escoger determinados sonidos rítmicos ―confiables― y concentrarse en ellos. En su módulo de almacenamiento guardaba unos mantras cantados por las shaktis en honor a Culmen. Una melodía suave y familiar que le cantaba su madre cuando era niña, antes de desaparecer para siempre. Necesitaba ese sonido para relajarse, tomar un conjunto armónico y acoplarlo a un ritmo predecible. Los copió en sus primitivos cascos hasta conseguir relajarse. No podía evitar el cabeceo, pero sí acostumbrar su cuerpo a aquellos sonidos que la aislaban del exterior.

Desnuda pese a su sari. Confusa pese al silencio. La eternidad de la duda la mantenía en vilo. Por fin el escueto run run de los tornos se detuvo y una compuerta metálica se abrió a su espalda. No había nadie esperándola ni se había activado ninguna alarma por lo que supuso que no había sido descubierta.

Extrajo las sondas de su cuello y conectó uno a uno sus módulos. El cabeceo fue disminuyendo hasta que sus ojos se adaptaron a la luz ambiente.

Frente a ella, la salida de la torre. Era de noche y el movimiento de viajeros casi había terminado. La joven, acostumbrada al multicolor gentío de Pitis, extrañó el silencio de la recepción del planeta. Al otro lado, unas cuantas personas esperaban a sus familiares. Solo había dos agentes apostados en uno de los mostradores, ambos uniformados con las túnicas negras de la Hermandad. Se sentía sin fuerzas y aún le quedaba interpretar el papel de adolescente de vuelta a casa.

Los dos Hermanos la observaban con celo y ella apretó el paso. Apenas alcanzó el meridiano de la sala de recepción, cuando uno de ellos extrajo una pistola de entre los pliegues de su túnica, apuntó a su cabeza y disparó una sola vez.

Una onda de choque la alcanzó y le provocó un súbito mareo. Toda la sala giraba a su alrededor como si estuviese en el centro de un carrusel. Incapaz de mantenerse de pie, cayó de bruces al suelo mientras los religiosos corrían hacia ella, como si quisieran ayudarla.

―Vamos―dijo uno de ellos―. Te llevaremos a un sitio tranquilo para que te recuperes.

Las fuertes manos de los guardias la cogieron por debajo de las axilas y la arrastraron hacia las oficinas de la babel. Seguros del efecto sedante del disparo, la violenta reacción de la joven les sorprendió. Una patada seca, contundente, directa a la carótida del que sujetaba sus piernas. Esto le permitió doblar su cuerpo y descargar su cabeza contra el otro religioso, clavándole las afiladas puntas de sus implantes en el rostro, obligándole a soltarla de inmediato.

La joven rodó por el suelo, se puso en pie  y se dirigió dando tumbos hacia el puesto de salida.

Acto seguido, una docena de guardias sikh le apuntaban directamente a la cabeza con sus armas automáticas.

―No te muevas. Tírate al suelo ―le ordenó el oficial al mando.

Jyoti miró a un lado y a otro, buscando una forma de escapar. Pero no la había y las armas sikh llevaban balas de plomo. Un pequeño grupo se había congregado al otro lado de la aduana y presenciaron la detención de la joven; justo lo que los dos religiosos querían evitar.

―¡Maldita desgraciada! ―gritó el hermano que había recibido el golpe en la cara. La sangre goteaba de su nariz y de un corte en la mejilla.

Entre él y su compañero, la obligaron a tenderse en el suelo, retorciendo sus brazos a la espalda.

―¿Qué van a hacer con esa chica? ―gritó uno de los espectadores desde el otro lado de la puerta de salida.

―No es asunto suyo  ―le respondió el religioso que había recibido la patada en el cuello―. ¡Vamos, circulen!

Jyoti permaneció aparentemente tranquila mientras la esposaban, pero cuando el primero de los hermanos le acercó un anulador de frecuencias a la cabeza, empezó a retorcerse desesperada. Aquello había desconectado sus prótesis provocando el dolor y la locura.

En medio de su desesperación, con la mejilla pegada al suelo, vio acercarse una figura vestida de blanco. Parecía un espíritu, incluso su rostro estaba parcialmente cubierto por una tela blanquísima.

―Suéltenla, se lo ruego ―dijo la aparición.

El oficial sikh se enfrentó a él sin bajar su arma.

―¿No has oído? ―le gritó―. Te han dicho que no es asunto tuyo. Regresa inmediatamente al otro lado de la línea de aduana.

El hombre de blanco retrocedió solo un poco. Bajo su inmaculada túnica se adivinaba un cuerpo hercúleo y duro. Con movimientos muy lentos, para demostrar que no pretendía sacar ningún arma, metió las manos entre los pliegues y sacó una tarjeta plastificada. Se la mostró al sikh. Jyoti alcanzó a distinguir el dibujo de una mano abierta con una cruz gamada sobre ella. El oficial bajó el arma y se cuadró. Extrañado, el hermano con sangre en el rostro, se acercó y estudió la tarjeta.

―¿Qué es lo que quieres, Svetambara? ―preguntó al hombre de blanco.

El recién llegado lo miró fijamente durante un instante, y luego dijo con calma

―Me llevo a la chica ―dijo señalando a Jyoti. —Con todos mis respetos, hermano, no es asunto tuyo.

 

III.

El Templo de Kil

―¿Quién eres? ―le preguntó la chica mientras se frotaba las muñecas doloridas.

Los dos caminaban por la zona de aparcamiento de la Babel, el hombre llevaba su equipaje en la mano. No se veía un alma. Se dirigieron  hacia un deslizador de suspensión magnética.

―Mi nombre es Naidú. Hijo de Prakiti de Séptima Generación.

Jyoti lo observó con atención. La túnica blanca de Naidú debía estar tejida con hilo especial capaz de acumular la electricidad estática. Mientras caminaba, apartaba suavemente pequeñas nubecillas de polvo de su paso; y, con él, a los insectos que podrían morir al ser arrollados por  sus pies. Sabía que el trozo de tela sobre su boca y prominente mandíbula se llama muhapatti y tenía también el objetivo de evitar que alguna pequeña forma de vida fuera inhalada accidentalmente, causando su muerte.

―Eres un Svetambara ―dijo la chica―. He leído sobre vosotros; practicáis el ahimsa, la no violencia.

―Así es. Estás bien informada.

―Lo que no entiendo es por qué esos oficiales sikh te mostraban tanto respeto.

―Porque trabajo para la Señora de este mundo.

―¿Quién?

―La Gran Shakti de Kil. Desea conocerte.

—No entiendo… y  ¿Por qué creían secuestrarme los hermanos de túnicas negras?

—Ellos trabajan para el Jagad Guruh de la Hermandad. También desea algo de ti.

Mientas asumía el impacto de esa información, Jyoti entró en el vehículo y se derrumbó, agotada, en el asiento de atrás. Antes de ocupar el puesto de conductor, Naidú le entregó una pequeña ampolla de agua que ella sorbió con avidez. Luego se sentó frente a los mandos y activó el repulsor magnético que elevó silenciosamente el aparato a medio metro del suelo. El vehículo se puso en marcha.

Pero las dudas sobre lo que ha dicho aquel hombre permanecían en su mente. Siempre había fantaseado con la posibilidad de que su madre perteneciese a las castas superiores de Prakiti, pero ¿la Gran Shakti? Jamás se hubiese atrevido a pensar en eso. Y si no era su madre, ¿qué deseaba de ella? Jyoti no lograba imaginarlo.

Intentó calmarse y miró a su alrededor. Se deslizaban con suavidad sobre el camino de arena y grava que se abría entre la frondosa vegetación alimentada por el sagrado rio Kiléh. ¡Qué fértil era aquella tierra!, plena de árboles frutales entre los espesos setos azulados. Un paraíso entre cordilleras montañosas, acotadas por silenciosos y altísimos volcanes cuyas cimas se perdían entre las nubes. Podía sentirlo: aquel era un mundo en plenitud, rebosante de luz y exuberancia. Intentó emocionarse con la certeza de que por fin lo había conseguido; estaba en el planeta tal y como había deseado desde hace tanto tiempo. Pero el dolor de cabeza que le había provocado el arma de la Hermandad y la angustia derivada de la desconexión de sus implantes, le hacían difícil entusiasmarse con su triunfo. Sólo deseaba dormir. Estiró los brazos y golpeó la mampara transparente que la separaba del conductor. Naidú presionó el botón para activar la comunicación entre los dos espacios del deslizador.

―¿Te ha mandado ella?

―Sí.

―¿Cómo sabe que estoy aquí?

―Ella siempre supo dónde estabas y qué hacías.

―No te creo.

―No espero que lo hagas. Descansa ahora, cuando lleguemos al Templo de Kil tendrás las respuestas a todas tus preguntas.

Sin más explicaciones, Naidú cerró la comunicación y se concentró en el camino que serpenteaba frente a ellos. Bajo la grava se escondía una larga lámina de inducción magnética que asomaba en algunos puntos y brillaba como si fueran charcos de agua.

Kil era una capital pequeña comparada con las grandes metrópolis de los principales planetas que conformaban la Mancomunidad. Pero pocas competían con ella en belleza y antigüedad. El trazado sinuoso de sus calles, incrustadas entre frondosos jardines, separaba los conglomerados de casas apilándose en la ladera de las montañas que rodeaban al río. Con la luz del atardecer, los edificios relucían como brotes de plata en medio de la vegetación. Todas estaban construidas con la blanquísima piedra marmórea extraída de las canteras del norte.

También advirtió la presencia por todos lados de los sobrios conventos de la Hermandad. Como manchas de piedra gris en medio de tanta blancura, más parecidos a fortalezas que a lugares de culto. Se preguntó que cómo sería el equilibrio de poder allí. Un un mundo devoto de una sacerdotisa pagana y dominado a la vez,  por la milicia de la Hermandad.

El Templo de Kil era en realidad un complejo de templos incrustados en la montaña sagrada más alta del valle Kiléh. Estába construido con el mismo material marmóreo que las edificaciones de la ciudad que se diseminaba a sus pies, formado por varios niveles de templos superpuestos de diferente antigüedad. Lugar de peregrinación desde tiempos inmemoriales, foco de todas las esperanzas y de todos los anhelos de los prakitianos. Labradores, pastores, mercaderes, enfermos. Gente piadosa de lejanas provincias acudían a purificarse bajo su sombra. Unos subían la ladera gateando o de rodillas, otros se tendían en el suelo, se levantaban, caminaban unos pasos y volvían a tenderse. El edificio disponía de espacios sagrados donde los peregrinos se guarecían y proseguían con las oraciones a la estrella Culmen, pidiendo prosperidad o salud. Algunos, tras meses de incómodo viaje, si conseguían atisbar a la Gran Shakti, o alguna de las semidiosas de los elementos, regresaban a sus hogares más felices que si hubieran recibido el mayor de los dones. Constantemente se daban casos de curaciones milagrosas entre aquellos peregrinos, lo que incrementaba la fe de los creyentes. Y cada milagro se extendía como la pólvora por el planeta entero en forma de canciones y poesías.

Según las antiguas leyendas, el advenimiento de la era Shakti, tres mi años antes, había transformado un planeta inclemente, abocado a la penuria, inestable y constantemente acosado por los enemigos exteriores, en un paraíso fértil, dichoso y en paz. Así fue y así seguiría siendo. Las fuertes heladas, las largas sequías, los volcanes en constante erupción, habían finalizado gracias a la sagrada conexión entre la shakti  de las mujeres iniciadas y la estrella Culmen, padre de la vida y de los cinco elementos.

Si bien, reflexionó Jyoti con tristeza, sus ventajas no se extendían a los satélites. Éstos sólo eran percibidos como fuentes de combustible y materias primas. Apropiados solo para las castas más bajas.

Jyoti, no había sido educada en la fé de Prakiti, la necesidad de pragmatismo imperaba en el satélite; un lugar frío, apenas terraformado lo suficiente para albergar vida. Pero ella, a escondidas de su padre, emulaba algunas prácticas de los escritos shakti, Aunque su padre jamás se lo había confesado, ella siempre había sospechado los orígenes prakitianos de su madre. Aunque era muy pequeña cuando les abandonó, recordaba sus canciones ancestrales y sus fuertes brazos cuando la dormía en su regazo.

Por fin, el vehículo se detuvo delante del único puente de aquella región sobre el rio Kiléh, exclusivo punto de entrada al templo por donde cruzaban todos los peregrinos que deseaban acceder al santuario.

Pero aquella placidez era engañosa. Jyoti observó que el puente podía cerrarse en uno de sus extremos con unas grandes puertas de hierro remachado, que contrastaban con lo bucólico del paisaje. Y, sin duda, en caso de conflicto podría volarse dejando el Templo aislado de la ciudad. Comprendió que el rio conformaría así una auténtica muralla casi infranqueable. Los atacantes que lograsen cruzarlo, se enfrentarían a una escalada casi vertical hasta los primeros edificios de mármol. Bastaría lanzar piedras para contenerlos.

Naidú abrió la puerta accionando una palanca del salpicadero, y Jyoti abandonó el coche con dificultad. Todavía estaba mareada.

―No puedo acompañarte. No está permitido cruzar el puente con el deslizador. Pero no temas, al otro lado te esperan ―le dijo―. Llevaré tu equipaje a tu alojamiento.

La joven le respondió con un breve saludo y se dirigió sola hacia la puerta blindada del puente.

 

IV.

Jyoti alcanzó la mitad de su trayecto y miró bajo el arco del viaducto. Había anochecido y en el agua del rio lucían cientos de pequeñas llamas, reflejo de las velas de los pisos inferiores del Templo, donde los peregrinos descansaban, o rezaban. ¡Qué sensación de paz! Sabía que durante el día se generaba un tremendo bullicio en la explanada situada al otro lado del río, ocupada por los puestos de mercaderes y astrólogos que vendían amuletos bendecidos. Pero ahora reinaba un silencio casi absoluto y podía oír sus pasos sobre la tablazón del puente. El murmullo de los rezos parecía muy lejano.

Una inquietud se apoderó de su corazón al ver una figura alta esperándole junto a las grandes puertas de metal, oculta tras una larga capa. Le hizo señales con la mano derecha para que se acercara, mientras se tapaba la boca con la mano izquierda, indicándole que mantuviera silencio. Cuando la alcanzó, observó que se trata de una mujer de una belleza extraordinaria. Los tatuajes sagrados delataban su linaje. Todo su cuerpo, excepto su rostro, estaba labrado con los textos con la Voz Sempiterna, reservados para las más altas castas shaktis.

―La Gran Shakti te espera. La ceremonia ha empezado.

―¿La ceremonia? Acabo de llegar y no he podido ni aclimatarme. Además, no estoy segura de estar preparada para conocerla.

―Por eso importante que te reúnas justo ahora con ella. Todos llevamos parte de nuestro hogar con nosotros cuando viajamos. Esa esencia se va diluyendo con el tiempo y la distancia, pero en ti está presente ahora, la veo. Tu pasado y tu presente están vivos y conectados en tu alma, y eso es lo que necesitamos para la ceremonia.

―Pero…

―Luego podrás descansar.

No dijo nada más, y juntas cruzaron una entrada que se abría en las grandes hojas de la puerta de metal. Recorrieron el estrecho camino que comunicaba el puente con los templos inferiores, ubicados en la ladera de aquella montaña donde toda construcción parecía eterna.

La mujer abrió una puerta medio oculta entre los matorrales de flores y las dos entraron en un estrecho cubículo de madera. El ascensor parecía trepar hacia los pisos superiores del Templo.  Antiquísimo y muy lento, y tardaron largos minutos en alcanzar su destino.

―Hemos llegado ―dije la mujer con un susurro―. El nivel más alto del Templo de Kil, donde sólo La Más Profunda puede vivir.

Jyoti se asomó.

―¿Está aquí?

―Nos están esperando, pasa conmigo ―le dijo.

La residencia de la Gran Shakti era una amplia cúpula engarzada como una perla entre las rocas de la montaña, construida con mármol traslúcido blanco y vetas lapislázuli. En el centro de la sala principal, tres mujeres ocupaban las tres esquinas de un cuadrado perfecto. La mujer que la acompañaba ocupó de inmediato la cuarta posición. Jyoti las identificó rápidamente como las cuatro Semidiosas de los Elementales: Fuego, Agua, Tierra y Viento. Las mujeres que siempre acompañaban la Gran Shakti.

Medía más de dos metros de altura y apenas cubría su hermoso cuerpo desnudo con una exquisita capa tejida de fino hilo. Desde donde estaba, Jyoti distinguía las rojizas letras grabadas por toda su piel dorada.

ॐ षक्ति आकश य्ôशित्

“Om Shakti Ayra Yôshit.”

Diosa de la Verdad. La más noble, grande y veraz.

El olor de la madera con resinas quemada. El ritmo del sonido de un tambor que percutía con fuerza, recreando el espacio infinito, la eterna vibración.

Jyoti reconoció el sonido que la reconfortaba cuando apenas era niña: Tan–ta–ran –tan–tan. Tan–ta–ran–tan–tan.

Una intensa congoja nació en su interior. Los controles automáticos de sus implantes cedieron ante el desconcierto y el mareo se convirtió en una profunda ansiedad que la aisló de sus propios sentidos, hasta hacerla caer doblada en posición fetal sobre el suelo.

Ayra de Kil saltó fuera del cuadrado mágico ante el estupor de sus hermanas de casta, y recogió a la delgada Jyoti entre sus grandes brazos. La estrechó con fuerza contra su pecho mientras la joven cabeceaba con espasmos, hiriendo con sus afilados piercings los senos de la mujer. Pese a los hilos de sangre que resbalaban por su cuerpo, la shakti no desistió en su empeño y la abrazó con más fuerza hasta que el temblor de la joven cedió. Jyoti recuperó el control de su cuerpo y su corazón, consciente en lo más profundo de su alma de que había recuperado a su madre. Al verla, al sentir su contacto, todas sus dudas se disiparon al instante. Extendió su mano diminuta y temblorosa hacia el hermoso rostro de Ayra, y musitó:

―Eres tú…

―Ahora no es el momento. Pronto tendrás tus respuestas.

La mujer que la había conducido hasta allí, la semidiosa del Fuego, retomó la percusión del tambor. Un ritmo casi imperceptible al inicio, creciendo en súbita intensidad, hasta alcanzar el sonido del doble latido de un nuevo ser en el vientre materno. El resto de mujeres, iniciaron las prácticas extáticas de concentración, emitiendo sonidos guturales y profundos.

Desnudas, se alzaron para bailar. El aroma de las resinas, el humo del incienso, la percusión, excitó el movimiento de sus pelvis hasta aumentar el calor de la sala. Los elementos de su amado universo, simbolizados por los velones que las mujeres prendían, se sumaron a la pasión de la danza. Uno a uno: el sol Culmenar, los dos satélites del planeta, los volcanes y el río Kileh… Exhalaron, inhalaron, suspiraron y rugieron como si todas las criaturas vivientes de aquel mundo estuvieran presentes.

El son del tambor cesó y las mujeres dejaron de danzar. Sus bestias de poder, invisibles para ojos incrédulos, las acompañaban. Recostadas, con la espalda sobre la fría madera del suelo, los pies en el centro y las piernas entreabiertas. Una a una, reanudaron el movimiento pélvico hacia la cúpula del cielo, transpirando por el esfuerzo.

Ayra de Kil cantó hacia la estrella padre:

“Deseo recibir tu esencia. La siento en mi vientre, en la sangre que corre por mi cuerpo y se decanta en la fértil tierra. Enseñanza de siglos, de ciclos en espiral, de lo que emerge, crece y se va. De lo humano e imperfecto, desde la percepción en la oscuridad donde todo es. Hasta la magnificencia y la perfección, donde la pureza es luz. Abro mis brazos para recibir tu esencia —oh noble Culmen—”

Mientras el círculo de mujeres desnudas proseguía sus sensuales movimientos en dirección Culmen, Ayra, con los ojos en blanco por el trance extático, enterró una mano de Jyoti entre las suyas.

―La oscuridad es tan ajena a nosotras que no somos capaces de conectar con ella ―dijo―. Nos destruiría al instante, como a un copo de nieve al caer en un horno candente. Pero tú, Jyoti, fuiste concebida entre la percepción más oscura y la luz más sensible.

―¿Qué debo hacer?

La Gran Shakti, posó sus fuertes manos sobre la delgada espalda de Jyoti.

―Desconecta todas tus prótesis.

>>Entrarás en tu noche eterna, experimentarás la absoluta oscuridad de los sentidos. Tendrás acceso directo al exterior de Akasa-Puspa, donde nuestros verdaderos enemigos acechan. Los parásitos de la creación. Las larvas del mal.

Jyoti atrapada en el trance, obedeció sin dudar. Tras la desconexión, sintió una serenidad ingrávida. Algo muy extraño para ella, pues ya no había dolor, ni confusión.

Ayra se estremeció, sollozó. La serpiente emergió desde su coxis y se deslizó sinuosa por su columna. Cruzó sobre su hombro y se escurrió entre sus pechos. Desde allí la llama invisible saltó al liviano cuerpo de la joven y la estremeció de placer.

Jyoti escucho por primera vez en ese instante un parloteo, discreto pero constante.

―¿Puedes oírlas? ―preguntó

―Sí, ¿Qué son? ¿Quiénes son?

―No lo sabemos.

>>Tu madre, Akasha de Kil, las escuchó por primera vez hace veinte años, pero fue incapaz de entenderlas. Por eso, querida Jyoti, estás tú aquí.

VII.

Ayra recostó el desfallecido cuerpo de Jyoti sobre el lecho principal de sus aposentos y la arropó con ternura entre las exquisitas telas de cachemir finamente hiladas, ofrenda de los fervorosos artesanos de Kil.

Sentada a su lado, observaba su rostro ovalado, de labios finos y rasgos angulosos, casi masculinos. Pensó que se parecía a su padre, el bueno de Tomas.  Como le confesó su hermana Akasha.  Afectuoso como una devota mascota durante los momentos de pasión, reservado el resto del tiempo. Tan viril en su deseo, como sumiso ante la evidencia de que lo estaban utilizando.

Si su hermana no hubiera perdido la razón. Todavía podrían enfrentar juntas la amenaza, pero ella había decidido optar por otro camino, lejos de Prakiti, lejos de su propia hija.

La epidermis del cuello de Jyoti comenzó a mostrar unas finas siluetas de símbolos. Como cicatrices.

Ayra suspiró aliviada, la Voz Sempiterna estaba expresando la misión incontestable para ella. Amorosa le susurró:

―Ya eres una de las nuestras.

La cercanía de placida voz de la shakti, directa al receptor de los implantes de Jyoti, la despertó de su inconsciencia con una sensación de desconcierto.

―Culmen “el inefable” te ha aceptado. Eres una shakti.

La joven mantenía los ojos entornados. Recordaba retazos del encuentro con las diosas. El miedo, la amenaza, la entrega, el placer… los códigos cifrados.

―Y eso…, qué significa ¿Qué ha cambiado?

―Jyoti. Jyoti de Kil, formarás parte de la tribu de diosas del planeta y siempre estarás siempre a mi lado. Cuidaré de ti.

La joven sintió el calor de la mano de la shakti sobre su pecho. Reconocía la intensidad de la energía que desprendía, de alguna manera su contacto la mantenía en un estado hipnótico, adormecida. No conseguía pensar con claridad. Su pensamiento siempre lógico y rápido estaba ahora ralentizado.

—Mi madre —increpó, —¿Quién era?

—Su nombre era Akasha de Kil, diosa del Éter, la forma más sutil de la materia. Mi hermana mayor, —explicó con tristeza.

—¿Era?

—Una diosa shakti no puede concebir. Akasha perdió sus privilegios al quedarse embarazada de ti, a petición de Culmen. Sus inscripciones sagradas se apagaron cuando tuvo relaciones carnales con tu padre. Y cuando naciste, desaparecieron para siempre.

>>Tú no lo recuerdas, pero aquel sacrificio quebró su espíritu. Y cambió. Estuvo durante algún tiempo contigo y tu padre pero no pudo soportarlo y desapareció. Yo no sé dónde está. Nadie lo sabe.

Jyoti enmudeció.

—Desgraciadamente, antes de abandonar Pitis e irse para siempre utilizó los últimos retazos de su poder contra Prakiti. En su rabia lanzó una terrible plaga que acabó con los cultivos y el ganado causando hambre y destrucción. Desde entonces, los humanos de la Mancomunidad son más conscientes de nuestro poder real. El Jagad jamás la perdonará, y lo peor de todo, ahora nos teme más que nunca

—Y tú, ¿la has perdonado?

—¿Acaso una diosa puede perder su divinidad sin caer en la locura? Sacrificó su luz etérea por nosotras, y ahora estará en algún lugar, envuelta de tenebrosa oscuridad.

—Tú eres la Gran Shakti, y ella una proscrita.

―Así es.

Jyoti cerró los ojos de nuevo. Recordaba a su padre, arrastrando su alma por cada rincón de la  casa donde vivía enclaustrada, aislada de todos y todo, la única forma que encontró para protegerla. La soledad. Pensaba en la tristeza de su madre, rodeada de sus animales casi siempre enfermos. Recordó su marcha sin despedida.

―Tu silencio me perturba, pero comprendo que necesitas tiempo.

―No. Necesito comprender —por qué—. Cómo pudo concebir un en-gen-dro como yo para después… abandonarlo a la más absoluta de las soledades. Mi padre se quedó destrozado.

―Hija mía, comprendo tu perturbación. Que sientas ira, incluso que tu corazón guarde rencor, escúchame…

―Desapareció sin dejar rastro ¡Solo tenía cinco años! La necesitaba entonces. ¿Dónde está? ¿Quién es? Me has llamado sólo porque ―su voz transmitía un dolor tan profundo que estremeció a la Gran Shakti, ―sólo porque me necesitas.

―Jyoti, pequeña, las shaktis no nos podemos regir por las mismas convenciones que el resto de seres humanos, nuestra historia no nos pertenece, nacimos siervas y diosas. Te puede parecer paradójico pero es, sencillo. Nosotras tenemos dones, nuestra genética, tras miles de generaciones acumula la sabiduría ancestral, más allá de los cinco sentidos básicos del humano común. Y tu pequeña, eres la más especial. Única. Fuiste concebida a petición del gran Culmen, un portal entre lo humano y la tecnología. Él fue quien nos guio hasta tu padre. Elegido gracias a la más poderosa de las sabidurías. Nacerías sana pero con un trastorno severo de percepción, como tu abuela paterna. Tu cuerpo necesitaría biotecnología específica para aclimatarse a los sentidos más mundanos, pero a la par, tu sangre shakti en combinación, generaría la magia para aunar lo artificial con lo divino, una puerta a la oscuridad más tenebrosa, donde nuestros enemigos acechan.

>>Comprendo tu perturbación. Que sientas ira, incluso que tu corazón guarde rencor hacia mí, escúchame…

―¡Desapareció sin más!

―Lo siento mucho. ―Contestó apesadumbrada. ―Casi siempre el don viene acompañado del gran sufrimiento que lo despierta. Ahora el sufrimiento ha terminado, es el momento de que asumas la responsabilidad de tu destino.

―¡Contéstame!

La joven saltó y la agarró con fuerza del cuello; tras ella, un pequeño diván las hizo trastabillar contra un espejo que se rompió en cientos de astillas de cristal. Ayra volteó su cuerpo con agilidad y abrazó el torso de la joven para evitar que los cristales rotos la dañasen. El cuerpo de la shakti amortiguó la caída de ambas.

La diosa se levantó, finos hilos de sangre surcaban sus brazos y muslos. Jyoti se desprendió del abrazo y gritó:

―Yo, yo no soy ninguna diosa ¡Mírame! ―dijo mientras señalaba el reflejo de su escuálido cuerpo y sus implantes de la cabeza.

―Si, mírate. ―Ayra cogió un trozo de espejo y se lo ofreció a la altura de su rostro―.¿Qué ves?

―Mi cuello, ¿Qué es esto?

―Es la Voz Sempiterna, manifiesta su expresión en ti.

यथा वृक्षस्तथा फलम्

―Así es el árbol, así es el fruto.

>>”Caminante del espacio, enlazador de mundos”, tu cometido. Es tu esencia, no puedes renunciar a ella.

Jyoti se acarició la nuca. Los símbolos se distinguían con claridad conformado una gargantilla que podía comprender, sin saber cómo.

―”Caminante del espacio, enlazador de mundos” ―repitió.

—Mañana comenzaras en la escuela de shaktis. Como tu inscripción ya ha aparecido, deberás entrar en el nivel avanzado.

Ayra podía ver en los ojos profundos color zafiro de Jyoti, más allá de su máscara humana y pusilánime, la determinación y fuerza de Akasha. Donde quiera que estés. Hermana Akasha —oh noble Culmen—, protégela.

 

VIII.

―Ya están dormidas. Ahora ―susurró Gared, mientras apartaba con suavidad la cortina de lana merina que daba paso a la estancia de la Gran Skakti.

―Pole y yo nos encargaremos de la pequeña descarada. Wite y Cristas podréis con la fiera de la Gran Shakti. Caza mayor.

>>Entrad y apresadlas en silencio. El Svetambara está siempre al acecho, vela por ellas y puede causarnos problemas.

—Los oficiales sikh se han encargado de él y del resto de mujeres —explicó Cristas —Han envenenado el agua con bergamona. Ahora duermen el sueño de los inocentes.

Sabía que debía vigilar a su compañero, el fuerte Gared. Había jurado venganza por la humillación que la joven le había causado en la torre, cuando consiguió zafarse de él con un simple cabezazo.

>>Las ordenes del Jagad son claras, las quiere vivas, a las dos.

La shakti estaba recostada, tapada con un escaso trozo de satén, durmiendo. Jyoti, a su lado, permanecía vigía, mientras le acariciaba la espalda con el dorso de la mano. Los cuatro hombres saltaron dentro de la alcoba blandiendo sus sables que centelleaban contra sus largas y tupidas capas negras.

―¡Despierta!, ¡nos atacan! ―La joven saltó como un resorte sobre sus largas piernas. Mientras Ayra, sobresaltada, abrió los ojos desde el más profundo de los sueños

―Entregaros Ayra de Kil. ―escupió Gared ―Tengo la orden de reteneros por el uso fraudulento de tecnología no permitida, la chica modificada artificialmente, según el decreto XI de la Hermandad que acatasteis para ti y tu pueblo durante el Segundo Kalpa del año 3455.

―No comprendo ―se atrevió a replicar la diosa, totalmente desconcertada.

Wite extrajo de su negra capa un anulador de frecuencias que dirigió, sin mediar palabra, sobre el pescuezo de Jyoti. La joven emitió un estremecedor alarido debido a la larga descarga, su cuerpo inerte se convulsionó. El agente de la hermandad se apartó dejándola caer sobre el suelo.

La diosa se entregó sumisa a cambio de que no hicieran mal a ninguno de los suyos.

IX.

El Jagad Gurú Mudrah sonría con cierta malicia, aunque su cojera no le impedía parecer ágil y animoso ante sus lugartenientes que, solícitos le pasaban el parte.

―Las mujeres están encerradas en sus habitaciones. Vestidas correctamente por supuesto. Los hombres han insistido en tapar los ventanucos con pantallas de nanobios polarizados para contrarrestar posibles intentos de contacto, entre ellas, con los peregrinos… o ―el joven no pudo reprimir una mueca ―con sus bestias aladas de poder.

―Es vital que nadie pueda verlas ―contesta satisfecho ―, ni hablar con ellas antes de mañana. La población ha sido advertida de sus oscuras prácticas y deben de estar agradecidos. Por fin, la Gran Hermandad ha intervenido en esta locura. Prakiti merece ser uno de los nuestros.

El Jagad, acompañado de sus secuaces, cruzó la galería del tercer terraplén del conglomerado de templos hasta las habitaciones de la Gran Shakti, donde Jyoti y Naidú estaban retenidas.

En su interior, Naidú maniobraba el cuadro de mandos del ovulo-interfaz, en el que la chica estaba encajada como un embrión. Desprovista de sus prótesis. Vulnerable. La membrana del interfaz disponía de un apéndice conectado a los puntos clave de su cabeza. Pretendía establecer conexión con su córtex cerebral donde suponía que la joven tiene la capacidad de decodificar las extrañas señales que provenían desde más allá del último cinturón de asteroides.

Guru Mudrah, miraba con atención el procedimiento que el técnico estaba ejecutando. El óvulo mantenía a la joven en posición invertida. Podía ver su gesto de dolor, oler su angustia.

―La firmeza de la joven es asombrosa. Lleva más de diez horas y todavía no hemos conseguido desarmarla. Su genética shakti le proporciona una fortaleza increíble.

―Si no lo consigue por las buenas, adoptaremos una solución más definitiva, ya lo sabe.

―Creo sólo que es cuestión de tiempo. Este método es menos peligroso para ella. Si la presiono más, podríamos perderla para siempre y quedar como un vegetal conectada a los sistemas de comunicaciones.

―No importa. Sólo es un engendro del vientre de esa bruja. Pero si no nos permite descifrar los mensajes de los seres que tanto temen esas locas… ―contestó en tono de sorna. ―No importa. Morirá como las otras. Fíjate, incluso tiene un collar tatuado.

―Caminante del espacio, enlazadora de mundos, ¿Quién eres en realidad? ―meditó el místico.

―Empiezo a pensar que usted también cree en lo invisible. En todo caso no importa. Dispone de tiempo hasta mañana. Esta sublevación ya ha durado suficiente. Ejecutaremos a todas esas perturbadas en la entrada del pueblo, a pie del puente del rio Kiléh, delante de los pocos que todavía las veneran. Todos sabrán que ha infringido la ley de la Mancomunidad-

El Sventembara, protegido ante la Mancomunidad por su condición de místico neutral, hacía todo lo posible para habilitar los canales de percepción de la pequeña shakti. Se resistía demostrando la fortaleza de su raza. Naidú supo, en lo más profundo de su corazón, que aquella joven no sufriría si él podía evitarlo. Aunque fuera hija de la maldita Akasha. Ella era inocente.

Diez años al servicio de la nueva Gran Shakti le habían convencido de que su poder, si bien está limitado a las almas crédulas de Prakiti, se exteendía más allá de sus oraciones. Sin duda alguna, una mujer extraordinaria, de excelsa generosidad, y valores inquebrantables ―pensó con tristeza.

“No te perdonaré, no lo olvidaré”.

 

X.

―Confío, en todo lo que Es, ha Sido y siempre Será ―rezaba Ayra de Kil.

La experiencia de su hermana con un amor mundano, un hombre corriente. Simular una relación de amantes hasta concebir un bebe imperfecto, capaz de ahondar en la total oscuridad permaneciendo en la luz. El dolor extremo al abandonar la sangre y la vida de sus entrañas. Abandonar sus privilegios de diosa a cambio de la oscuridad.

Hasta ahora, sólo ella y su círculo de semidiosas, junto con la incontestable fe de su pueblo rebatían los embates de la poderosa Mancomunidad. Pero todo había terminado.

Al menos, en la forma en que Culmen había concebido la solución.

Mientras tanto, un enemigo inescrutable pero poderoso, acechaba en un rincón del sistema, aguardando con sigilo el momento de destruirlos a todos.

¿Podía excusar a su hermana?

Escuchaba el corazón de Jyoti. Encaramada al gran ventanal de su habitación. Tapado con una fina película opaca. Decidió intentarlo. Concentrada en su tercer ojo, lanzó una intensa petición a los nanobios que conformaban el muro de separación con el espacio exterior, demandando un cambio en el sentido de su polarización para convertirse en canal de energía.

Sintió el bombeo del corazón de su hija. Al ritmo de su pulso perfecto inició la danza, excretó un sonido gutural, respiró profundamente, inhaló y expiró siete veces siete. Su linaje ancestral no podía morir.

 

XI.

Las semidiosas, empujadas por agentes de la hermandad, caminaban descalzas sobre el camino de guijarros que conducía al puente. Atadas de pies y manos, imploraban devotas al amanecer de la tercera estrella. La Gran Shakti, tapada con su larga capa, las seguía con gesto orgulloso.

Los peregrinos se congregaban ocupando cada espacio de la ribera del rio al pie del Templo de Kil. Guardaban silencio. Temerosos.  El Proceso de Evidencia de la Verdad proclamado por la Gran Hermandad, había comenzado.

―¡Generaciones de prakitianos sometidos a sus caprichos lujuriosos! —gritó el Jarad Mudrah desde el puente, sobre el rio Kiléh.

―Bhastrika, fragua de Fuego; Kumbha, cáliz de Agua; Vayu, esencia del Viento; Tada, raíz de la Tierra. Ayra de Kil, La noble verdad que ocultó a la maldita que trajo la penuria al planeta. ¡Osáis usurpar bajo la más obscena interpretación los textos sagrados!  Os acuso de concebir y utilizar un ser humano, modificado artificialmente para invocar los espíritus de la oscuridad, a espaldas de Culmen y sus hermanas.

―Aquí súbditos de Kil, os muestro las evidencias.

La visión que mostraba el holograma era irrefutable. Las cinco mujeres, en posiciones lascivas, acariciaban el desnudo cuerpo escuálido de aquella joven híbrida. Un ritual nocturno, en la penumbra, excepto por la luz fatua de cientos de velones. Magia negra prohibida. La misma que había destrozado sus cosechas años atrás.

―Acaso, ¿Vuestras bestias sagradas, visibles sólo para los ojos más crédulos, acudirán en vuestra ayuda? ¡Os reto a demostrar vuestro poder!

El general levantó los brazos, el gentío se acumuló en la ribera del rio y las cinco mujeres fueron lanzadas de cabeza a la fría corriente. Sus cuerpos sumergidos parcialmente se debatían con furia, incapaces de soltar sus pies fuertemente amarrados al balaustre del puente. Los fervientes peregrinos que mantenían la fe, comprobaron que ningún animal intangible acudía salvarlas. Tras varios minutos de inmersión, la diosa de la verdad fue la última en resistir el agua en sus pulmones.

Algunos peregrinos lloraron en silencio al volver a sus casas, por ella y sus hermanas. Turbados por la pérdida de su fe.

Naidú no tenía tiempo que perder, el gentío se dispersaba tras el juicio mortal. Jyoti se había desvanecido y él no había conseguido conectar la interfaz de su implante con el sistema de la Mancomunidad. El Jagad  no creía en las fuerzas lejanas que les acechaban y había demostrado que su comportamiento era inmisericorde.

La membrana que retenía a Jyoti cedió ante su peso y cayó entre sus brazos.

―¿Puedes conectar tus módulos? ―le preguntó mientras acariciaba su cabello. Te sacaré de aquí.

Jyoti entre el desconcierto y la extenuación apenas podía mover sus labios.

Consciente de la necesidad de llevarse a la joven lo más rápido y lejos posible, la agarró como un fardo y se dirigió hacia su deslizador, camuflado entre unas rocas, detrás de la primera galería de templos.

Naidú, el místico, dirigió el coche hacia el astillero. La nave estaba preparada desde hacía días. Cruzó el puente del Kiléh a toda velocidad ante la mirada atónita de los guardias sikh que se lanzaron en tropel hacia su flota de vehículos. Una acción inútil porque Naidú había anulado sus sistemas de propulsión.

Los dos fugitivos alcanzaron la nave interestelar propiedad del linaje Svemtebara.  Jyoti se acomodó en el asiento de comunicaciones de y Naidú pulsó el programa de ignición de la nave. De diez metros de eslora, el buque espacial estaba equipado para viajes interestelares.

El silencio sostenido por los dos se rompió por fin alcanzaron la velocidad de crucero.

―¿Por qué? ―dijo ella.

―Era inevitable. Tu tía no estaba preparada para lo que se avecina, en realidad hace años que vive en un sueño. El Jagad Gurú Mudrah es quien realmente controla todo lo que acontece en Kil, y el planeta entero desde hace años. Su desaparición era inminente, y su estirpe con ella, aunque no deseaba que ocurriera así. Maldito Jagad.

―Pero ella me dijo que yo. Yo soy una shakti, su linaje no ha muerto conmigo.

Naidú la miró con compasión.

―¿No nos seguirán? ―prosiguió la joven.

―Probablemente. El Jarad Guru ha demostrado no dejar cabos sueltos. Aunque no te preocupes, le llevamos ventaja y las naves Stevembara disponen de un sistema de furtividad que nos camuflará de las naves sikh.

―Pero, ¿y esos sonidos extraños? Lo que escuché con mi tía. La amenaza persiste, ¿verdad?

―Eso es lo que quiero averiguar Caminante del espacio, enlazadora de mundos. Quizá la premonición de tu madre era cierta, porque aquí estás, conmigo rumbo al espacio.

―No sé si podré confiar en ti.

―Tu madre sabía lo que hacía. Al menos en su corazón. Aunque se volviera loca.

En ese instante Jyoti sintió como su cuerpo se encogía y estiraba abruptamente,  como si un émbolo funcionado desde el fondo de su tubo espinal, lanzara hacia su cabeza una corriente de líquido caliente e impalpable. Una, dos, tres veces. Tal era la fuerza del embiste que su cuerpo parecía desgarrarse tras cada impacto en un estallido de dolor y gozo. Jyoti gritó extasiada. Ahora sabía, ahora comprendía. Ellos, los que intentaban comunicarse con ella, eran los llamados colmeneros.

Quizá su madre estaba ahora con ellos.

 

 

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