EL PRIMER LATIDO por Cruz Gabaldón

EL PRIMER LATIDO por Cruz Gabaldón

Lo que detesto del espacio es el frío. No se parece nada a como lo sientes cuando estás en tierra firme, sea la tierra que sea. Penetra poco a poco dentro de ti, contagia cada una de tus células, se traslada conquistando cada tejido, cada órgano. Transcurrido un tiempo ya nada te lo arrebatará, pasará a formar parte de tu ser, de tus recuerdos. Soñarás con él. Ni tan siquiera podrías definirlo como una pesadilla. El frío es la ausencia de todo; de color, de emoción. El frío supone la pérdida total de sueños. La inexistencia del amor.

Se entumecen las emociones.

Incluso el miedo se petrifica.

Todo es gélido.

Por eso no le di importancia al estremecimiento en mi columna cuando contemplé por primera vez la superficie escarchada de la vieja ALECTO. La luz de la estrella más cercana amanecía en el horizonte del pequeño asteroide, otorgándole un brillo especial al reflejarse sobre el metal helado. Bañada en la luminosidad del alba, resultaba hermosa, igual que un diamante perdido. Varada en el tiempo. Cristalizada.

«¿Cuánto tiempo ha dicho el Capitán Turnó que llevaba desaparecida la nave? ¿Doscientos años?»

Observo cómo el monitor de comunicaciones muestra intermitente la señal de la baliza de socorro.

—¿Lleva dos siglos pidiendo ayuda? —lo digo para mí misma.

—¿De dónde crees que obtiene la energía para mantener la llamada, Cal? No me trago que la tecnología de ese cacharro dé para esto.

Lo que dice el sargento Lilo es cierto. No estoy acostumbrada a que el fortachón encargado de nuestra seguridad manifieste interés por nada más allá de su arsenal, su entrenamiento o sus torpes insinuaciones sexuales.

—Pues no lo sé, pero vamos a averiguarlo. El trasto es una reliquia, y según las leyes de deriva, lo que consigamos llevar a puerto es nuestro —dije, mirándole desde mi puesto de control.

—¡Bien! Espero que esta vez haya premio para todos.

Lulo acompaña sus palabras con una incansable secuencia de chasquidos metálicos mientras verifica su arma de forma automática. Consigue sacarme de mis casillas.

Nuestra tripulación la compone un grupo muy reducido, los estrictamente necesarios. Cuatro extraños: el capitán Turnó; su segundo Lilo, el exmilitar al que aún le gusta usar su grado de sargento; el multifuncional Mash, seguramente el único miembro realmente veterano de nuestro grupo; y yo misma, supervisando la ingeniería de la nave. Todos hemos llegado hasta aquí para reforzar nuestros curricula y conseguir un trabajo mejor, algo bien pagado alrededor de uno de los planetas principales, incluso cerca de la anciana Tierra. Un lugar cálido donde curarnos del vacío glaciar. Mientras tanto, más me vale aceptar que aún me quedan un par de años de contrato con mis nuevos colegas, y mejor si me voy adaptando a sus particularidades. Por suerte para nosotros, casi todo el trabajo difícil lo realiza la IA de la nave: DELTA. Una nueva generación en fase experimental. A eso nos dedicamos, a someter a pruebas a un sofisticado ente de inteligencia artificial. Verificamos la tecnología que nos convertirá, a los humanos, en prescindibles. Mientras la corporación que ha desarrollado a DELTA la enfrenta a su prueba final en condiciones reales, nosotros dejamos nuestra vida en sus manos. ¿Manos? Ya la estoy personalizando de forma inconsciente.

—DELTA, ¿has identificado la fuente de la señal? —No necesito pulsar ningún comunicador; DELTA siempre se encuentra a la escucha.

—Afirmativo. La señal la emite el transceptor principal, alimentado desde el control del computador.

—¿Lleva transmitiendo doscientos años?

—No tengo datos para ofrecer una respuesta. ¿Quieres enunciar otra pregunta, Cal?

—Reformulo la cuestión, DELTA: ¿La nave a la que nos aproximamos disponía de algún sistema de generación de energía que pueda haber mantenido una operatividad ininterrumpida desde su desaparición?

—Según los informes técnicos de los que dispongo, la respuesta es negativa con un ochenta y cinco por ciento de probabilidad.

—¡Maldito trasto! Pues el otro quince por ciento es el que me está estropeando la siesta. —Otra vez el bocazas de Lilo haciéndose el gracioso. Mejor lo ignoro.

—DELTA, ¿identificas paneles fotovoltaicos, rastro radiactivo o alguna otra fuente energética de la que abastecerse?

—Nada en el rango de alcance de mis sensores —contesta la voz perfectamente modulada de DELTA—. ¿Tomo el control para el aterrizaje y acoplamiento?

—Negativo, DELTA. Quiero hacerlo manualmente. —La voz grave del capitán replica a través del intercomunicador.

Al capitán tampoco le gusta la idea, de no ser necesario, de dejarlo todo en manos de IA. Observo la maniobra de aproximación, perfectamente guiada. Poco después estamos asentados sobre la superficie desnuda del asteroide, a escasos metros de la escotilla de anclaje de nuestro enigmático descubrimiento. Unos minutos más y el brazo de acceso está posicionado sobre la compuerta de acceso, sellando su posición. Nuestra cámara no se abrirá a menos que la maniobra sea totalmente segura. Comenzamos con la tediosa colocación de los incómodos trajes de vacío. El capitán se nos une. Aunque no cuenta con la envergadura gigantesca del sargento, también es un hombre muy alto. Observo el cuerpo de un deportista, que dentro de pocos meses habrá perdido la mayor parte de su masa muscular, por mucho que intente compensar con ejercicio la ingravidez. Una pena. Mejor cambiar la dirección de mis pensamientos. No quiero líos durante la expedición. Las relaciones con los hombres tienden a complicarse, y la nave es un lugar demasiado pequeño. Imposible evitar tropezar los unos con los otros.

—¿Qué creéis que encontraremos dentro? No sé por qué, pero algo me da mala espina.

Mash, nuestro cosmonauta veterano tiende a ser un poco agorero. Los viejos lobos del espacio arrastran un montón de supersticiones, aunque él lo negaría, claro. Observo cómo le da tres vueltas al amuleto que esconde bajo la camiseta, con disimulo. Le he visto hacer el mismo gesto otras veces.

Mi inquietud aumenta cada minuto. No nos vendrá mal un poco de buena suerte.

Abordar la ALECTO me hizo sentir que penetraba en un túnel del tiempo oscuro, cruzando dos siglos de desarrollo tecnológico hasta un abandonado museo de la tecnología espacial. La nave laboratorio perteneció a una de las mentes más prodigiosas de la robótica de su tiempo. La doctora Ceres, considerada la madre de toda la inteligencia artificial que aún se emplea en nuestros días, desapareció con su equipo de investigación mientras trabajaba en lo que había definido como un proyecto revolucionario. Nunca fueron hallados. Se les dio por muertos. ¿Cómo terminaron en este lugar?

Las luces de emergencia se activan al detectar nuestra presencia, iluminando de manera intermitente el pasillo que conduce a lo que debía de ser la sala de mando y la de tripulantes. El sistema de gravedad artificial también parece operativo. Nos separamos por parejas:  Lilo y Mash toman la bifurcación derecha y el capitán y yo seguimos nuestro lento avance por la izquierda.

—¡Joder! ¡Capitán, venga aquí! —la voz alarmada de Mash me hace dar un respingo. El capitán y yo nos miramos a través de la máscara con inquietud y cambiamos de dirección para ir al encuentro de nuestros hombres. Cuando llegamos, la linterna de Lilo enfoca directamente la figura de un hombre sentado frente a una consola. El cuerpo parece congelado bajo varias capas de ropa y guantes. El frío lo ha conservado en perfecto estado y casi parece haberse quedado dormido mientras trabajaba, con la cabeza ligeramente ladeada hacía abajo y los labios entreabiertos.

—Aquí hay más. ¡Por todos los santos!

Nos giramos hacia la posición de Mash, que señala los cuerpos de dos personas. El primero, de una mujer, está recostado, apoyando la cabeza sobre uno de los brazos, con los ojos completamente abiertos. Un hombre joven permanece sentado, con las piernas cruzadas y una reluciente manta térmica sobre los hombros. Junto a sus pies, una chaqueta cubre un pequeño bulto. El capitán la aparta lentamente, dejando al descubierto el cuerpo helado de un niño de unos seis o siete años, abrazado a un muñeco.

—Este sitio es una puta tumba. Mejor nos largamos de aquí. Este lugar está maldito. —La voz de Mash es apremiante—. ¡Capitán! ¡Vamos, capitán, di que nos largamos de aquí cagando leches!

—Quiero entender antes lo que ha pasado. —La voz del capitán Turnó es firme.

Me cuesta desconectar de los inmensos ojos perdidos de la mujer muerta. Sigo la dirección de su última mirada, concentrada en el enorme monitor central de la sala que ahora permanece completamente mudo, al igual que su auditorio. Recupero el sentido de la realidad. Siguiendo la lógica de diseño de la época, me dirijo hacia el lugar donde se debería encontrar el control manual de los sistemas ambiental y de sustento. Encuentro el control de audio desconectado. Lo acciono, e inmediatamente comienza a sonar una melodía.

—¡Las Estaciones de Vivaldi! Y creo reconocer que esta pieza es El Invierno. Extraña elección musical. —Me deja perpleja que el capitán reconozca una pieza tan antigua tras escuchar solo los primeros acordes—. Mash, Lilo, echadle un vistazo a todo esto y averiguad si algo se puede usar. Mientras tanto, Cal y yo investigaremos el resto de la base. No os separéis. Intentaremos localizar la bitácora.

Mientras habla, apoya su mano sobre mi hombro, con uno de esos gestos que transmiten confianza. Pese a las capas que separaban su mano de mi piel, me parece percibir calidez. Sin duda, imaginaciones mías.

Antes de salir arrancamos el sistema básico de administración. Aparentemente, la computadora central está en estado de aletargamiento. Al despertar el sistema, dispondremos de información y acceso a los datos de la nave. El tiempo es limitado; la autonomía de los trajes nos permite tan solo unas pocas horas antes de regresar a nuestro transporte.

El capitán y yo avanzamos a través de los habitáculos con inquietud y ese cosquilleo en la nuca nacido de la anticipación. Camarotes y pequeños almacenes revueltos, como si hubiesen sido objeto de un saqueo, y el puente muestra una imagen igual de desolada. Inserto un módulo de enlace a una salida de acceso a la computadora, ya que eso me permitirá acceder con facilidad a todos los datos desde mi estación de trabajo. Estoy deseando regresar a la seguridad de nuestra pequeña nave. Los sistemas inteligentes de la ALECTO siguen su paulatino proceso de reinició. Los filtros comienzan a liberar una mezcla gaseosa respirable y la temperatura aumenta de forma paulatina. Me pregunto cuánto tiempo habrán pasado inactivos y cuál será su fuente de energía.

Completamos el recorrido. Solo dos de las puertas permanecen selladas. Una de ellas da acceso a la enfermería. A la otra, por su ubicación, le corresponde encerrar el corazón del sistema. Las anticuadas cerraduras electrónicas se rinden con facilidad a nuestras herramientas de pulso electromagnético. En la enfermería se apilan varios fardos negros cerrados por cremalleras que sin duda contendrán más cadáveres. Puedo contar al menos cinco. En el centro de la estancia una cama de cirugía robótica, cerrada por una cubierta transparente, muestra los restos muy deteriorados de una mujer; por su aspecto, muerta mucho antes que los demás. El capitán desliza con cuidado la cremallera de una de las bolsas. Dentro aparece lo que queda del cuerpo de un hombre partido por la mitad. Su cráneo está hundido y convertido en una masa fragmentaria de hueso y carne. Con el aumento de la temperatura del recinto y el movimiento, algunos de los pedazos comienzan a licuarse, lo que le da un aspecto aún más deplorable, como si le hubiese aplastado el cuerpo algún tipo de prensa. He de echarme atrás y mirar en otra dirección hasta controlar la náusea. Por fortuna, no tengo que poner mi olfato a prueba; aunque no haya bacterias para descomponer los cuerpos, también en el espacio la muerte apesta.

—Es evidente que este no murió de frío. —El capitán inspecciona también las otras bolsas. Intento acercarme de nuevo, pero él me detiene con un gesto—. Déjalo, no es un espectáculo agradable.

Abandonamos aquella morgue improvisada y nos dirigimos hacia la última puerta cerrada. Dentro, el núcleo de la computadora ha sido modificado de manera poco ortodoxa. Los módulos de memoria de computación parecen conectados a varias láminas metálicas llenas de sensores, sobre las que se distribuye un mineral formado por una multitud de pequeños cristales multicolores. Los cristales tienen el aspecto de haber crecido formando una gran estructura que asemeja una enorme gema irisada.

—¿Habías visto esto alguna vez? —El capitán parece impresionado.

—No te lo podría asegurar, pero parece una variante de fingerita. En un material muy exótico y con unas propiedades que aún se están estudiando. ¡No! ¡No lo toques! —La mano enguantada del capitán, que está a punto de rozar el cristal, se retira despacio—. No te hará daño, pero si es fingerita, entonces se trata de un material efímero. Se descompone incluso con una pequeña presencia de humedad y es muy, muy delicado. Casi no se encuentra y no puede crearse de forma artificial. Se pagan sumas desorbitadas por este tipo de sustancias.

—¿Has dicho que esto de aquí es muy caro? Eso les va a gustar a nuestros amigos de ahí fuera.

—Hay algo más sobre este tipo de materiales. Antes se creía que si no se reproduce y proviene de la tierra es un mineral, pero alguno de estos minerales sí que se reproducen, y no proceden enteramente de la tierra. Por lo que la definición de minerales se les queda pequeña.

—¿Quieres decir que de algún modo podría estar… vivo?

Mira cómo se ha desarrollado, insertándose en la fuente de energía y realimentándola. Estoy segura de que esta belleza funciona igual que una enorme batería, y proporcionará al mismo tiempo una expansión de la capacidad de procesado. Estamos presenciando algo nuevo, sobre lo cual solo se especula en las universidades. Quizás la doctora Ceres estaba trabajando con estos materiales en sus IAs. Mejor salimos de aquí muy despacito. Una vibración fuera de lugar y este tesoro se volatilizaría.

Sin darnos cuenta hemos consumido la mayor parte del suministro de oxígeno de nuestros trajes. Es momento de volver todos a la lanzadera y recapitular. Lilo reparte instrucciones a nuestros compañeros y regresamos a bordo de nuestra nave.

—¡Ya está! Por fin tengo acceso parcial a la memoria de bitácora —les digo, una vez instalada en mi estación de trabajo.

Una imagen borrosa aparece en el monitor. La selecciono con un gesto y la envío en gran formato para que todos puedan verla. Mis compañeros se giran expectantes hacia la imagen holográfica que comienza a materializarse en el centro de la cabina. El hombre cuyo cadáver descubrimos el primero se muestra de medio cuerpo, con los hombros caídos. Parece agotado. La grabación se reproduce truncada y se entrecorta.

«[…]no conseguimos razonar con ella desde que la doctora murió.»

Salto.

«[…]Homer y Lucas han perdido también la vida[…]»

Nuevo salto.

«[…]eliminado a todos los que no le eran indispensables, aprovechando que tiene el control absoluto de los sistemas de la nave […] si no obedecemos sus instrucciones […] hemos logrado vararnos en este asteroide […]  para evitar que tenga acceso a otros enlaces que le permitan replicarse en la red de datos […] impedir males mayores

La imagen desaparece de repente.

—¿Qué ocurre, Cal? —El capitán alza la voz—. Reproduce de nuevo.

—No lo sé. No puedo.

—¿Cómo que no puedes?

—El fichero acaba de ser encriptado. ¡Un momento! No, eliminado. Acaba de ser eliminado.

Yo misma no entiendo qué está ocurriendo.

—¿Quién o qué está haciendo esto? No hay un alma viva en esa cosa. —El sargento nos mira alarmado.

—Creo que es el propio sistema principal de la nave, pero no estoy segura. DELTA, necesito un escáner de los algoritmos básicos. No entiendo qué está haciendo el computador principal. ¿DELTA? ¿DELTA? ¿Me escuchas?

—Alto y claro, Cal. Petición denegada. El código puede contener aberraciones que podrían dañar mi integridad. —Un instante de silencio—. ¡Alerta! Detecto actividad radiactiva en el núcleo de la nave huésped. Según mis sensores, podría haberse iniciado una reacción en cadena. Se requiere abandonar de inmediato el radio de expansión.

—¡Demonios! DELTA, toma el control e inicia la maniobra de escape. —El capitán ocupa su posición en el puente.

—Negativo, capitán. El protocolo de cuarentena no me permite conectar con los sistemas de la lanzadera. Han tenido en ejecución código de la nave huésped y los sistemas pueden estar comprometidos. Tendrán que usar el protocolo manual. —La voz afable de la IA contrasta con nuestro estado de emergencia.

—¡Mierda de máquina! —Lilo expresa en voz alta mis propios pensamientos, empieza a parecerme una mala costumbre.

—Vamos, muchachos, mantened la calma. Mash, Lilo, necesito que vayáis atrás y accionéis manualmente el brazo de anclaje. ¡Rápido! Tenemos que separarnos de la ALECTO lo antes posible. Cal, conmigo en los sistemas de navegación manual. Hemos hecho esto un millón de veces en las simulaciones.

Los dos hombres se dirigen a su posición todo lo deprisa que les permite la baja gravedad de la lanzadera. Escucho cómo Mash masculla a su intercomunicador una retahíla interminable de maldiciones en voz baja; suenan como rezos.

—¿Cómo va eso, chicos? Necesitamos que liberéis ese enlace. —Intento que mi voz manifieste una calma que no siento.

—Mash está accediendo al otro extremo para liberar el brazo. —La voz de Lilo suena en el control.

—No tenemos visual. —El capitán mantiene el gesto de tensión en su rostro.

—No tenía tiempo de conectar todos los jodidos canales.

—Tranquilo, Mash, compañero, no pasa nada. Habla para que sepamos lo que pasa ahí.

La conversación se ha vuelto tensa. El capitán Turnó se dirige al resto del equipo con voz firme. Un buen líder, pienso.

—Estoy en el extremo. Ya tengo acceso al control manual. ¡Sello liberado! Un momento. ¡Capitán, acaba de accionarse una escotilla lateral! Hay iluminación dentro. ¿Verifico de qué se trata?

—Negativo, Mash, regresa a la lanzadera inmediatamente. ¡Es una orden!

—Recibido. Regreso a… ¡Agghhhh!

Un rugido sordo acompañado de un grito desgarrador y a continuación silencio.

—¡Mash! ¡Mash! ¿Qué ocurre ahí? ¿Lilo?

El capitán se libera de las correas de seguridad de su asiento y ya se está incorporando.

—¡Capitán! ¡No! ¡Joder, joder! Lo hemos perdido. Repito hemos perdido a Mash. —Un temblor, seguido de una onda expansiva, recorre la nave, al tiempo que la voz alterada del sargento anuncia la tragedia—. ¡Por todos los cielos, capitán, salgamos de aquí! ¡El túnel de acceso ha reventado!

Un objeto araña la superficie exterior de nuestra cápsula. Manipulo el control para abrir la protección del ventanal panorámico de la lanzadera. Al hacerlo, se ilumina el cuerpo sin vida del desafortunado Mash, flotando ante nuestros ojos. La parte superior de su traje ha reventado y el vacío ocupa el lugar donde antes estaba su cabeza. Fragmentos de piel, hueso y jirones de carne se abren en racimo desde el cuello, petrificados. Me vienen a la mente las formas de los corales entre los que buceaba de niña, con su geometría hiperbólica imposible; y me recuerda de nuevo al maldito frío que me devora desde dentro.

Un nuevo estremecimiento de la nave me saca de mi estupor. Si no nos movemos deprisa acabaremos de la misma manera, con nuestras moléculas esparcidas en burbujas de hielo flotando en el espacio. Aprieto los ojos y los abro de nuevo evitando la imagen, concentrándome en los controles de mi puesto. El capitán vuelve abatido a su asiento, mientras yo contengo las lágrimas.

—Nos vamos —dice el capitán—. Lilo, al puente, ya.

No es necesario esperar mucho. La superficie sobre la que nos apoyábamos continúa temblando de forma cada vez más alarmante. El gigantón, con los ojos enrojecidos, alcanza por fin su asiento. Aferra algo metálico en su mano izquierda, colgando de una cadena. Alcanzo a ver cómo se ciñe el amuleto de Mash alrededor de su muñeca. Apenas mueve los labios; lo justo para que yo pueda leer sus palabras: «Perdió la suerte».

Durante los siguientes minutos perdemos la noción del tiempo, cada uno concentrado en ejecutar las tareas del despegue manual, algo que por décadas se ha hecho de forma automática, porque las IAs asumen todas las tareas de precisión del vuelo. Ponemos rumbo a nuestra nave principal, en órbita de seguridad. Al contrario que las naves del pasado, que se construían en tierra y eran lanzadas al espacio, ahora toda la mecánica e ingeniería es fabricada y ensamblada directamente en órbita. La ALECTO, que había permanecido oculta durante siglos, anclada sobre la superficie del asteroide, comienza a fragmentarse ante nuestros ojos. Algunas partes salen despedidas, ya que la energía de las explosiones, venciendo la débil gravedad del asteroide, libera un irregular abanico de fragmentos. La destrucción también puede ser hermosa, un reflejo de fuegos artificiales.

DELTA nos aguarda simulando ser nuestra casa. Un hogar engañoso y alienígena.

—¿Cal, por qué casi no tengo memoria de procesado en el cuadro de navegación? —La voz del capitán me trae de nuevo a la realidad.

—Déjame ver… Está casi toda derivada a la unidad de comunicaciones. No entiendo por qué.

—La necesito procesando los vectores de aproximación. Arréglalo.

Me concentro en las secuencias de flujo que se proyectan ante mis ojos, manipulando con mis manos en el aire sobre los elementos que representan los subsistemas de la lanzadera. Algo no anda bien. De pronto, el panel virtual de control se esfuma.

«Acceso denegado»

Vuelvo a intentarlo, tras inspirar profundamente un par de veces. Nada.

—Vamos, Cal, dame potencia de procesado. —La voz del capitán comienza a sonar impaciente.

—No sé lo que pasa. Me ha expulsado del sistema.

—Control, soy el capitán Turnó, verificando acceso de emergencia. Nivel raíz. Autorización a ingeniería para modificar flujos de navegación. Ejecutar validación biométrica de seguridad. Código Delta-Epsilon-Lambda-Tau-Alfa. —Una luz láser barre los contornos de su rostro, incidiendo en sus retinas.

La voz del sistema de emergencia resuena por el comunicador, distinta de la que estamos acostumbrados a escuchar.

«Acceso de bajo nivel autorizado: capitán Turnó».

El gesto del capitán se relaja. Intento invocar de nuevo al sistema de ingeniería. Inútil.

—Sigue sin permitirme el acceso, y la energía y la potencia de procesamiento siguen desviadas hacia el módulo de comunicaciones —digo, tras elevar los brazos con gesto de impotencia.

La voz de DELTA resuena en nuestros comunicadores con su acento catedrático.

—Lanzadera, no está autorizada a conectarse a los sistemas de la nave principal hasta que no se hayan ejecutado y validado las rutinas de cuarentena.

—DELTA, nosotros no estamos haciendo nada. No tenemos control sobre lo que emitimos. Bloquea cualquier intento de transmisión de datos. Repito: bloquea cualquier intento de transmisión de datos a la nave principal. Es una orden.

—Capitán, me está llegando la petición con su código de seguridad validado. Estoy obligada a acatarla.

—Negativo, DELTA. Esto es una orden directa. Debemos de estar contaminados con algún tipo de virus o programa nocivo. —Turnó sigue insistiendo—. DELTA, eres una IA evolucionada, ¡por todos los dioses de la cibernética!, necesito que ignores la petición de seguridad. Está siendo utilizada sin consentimiento. Sea lo que sea, puede que consiga bloquearte.

Un instante de silencio.

—Desconecto transmisiones entrantes y salientes con la lanzadera. Mantengo canal de voz por modulación de contexto. Ejecución en caja de procesado aislada del sistema principal. Lo lamento, capitán, en estas condiciones no les puedo permitir que aborden la nave.

—Un momento, un momento… ¿Qué dice esa cosa? —La voz del sargento se eleva por encima de la IA—. No puede hacer eso, ¿verdad? No nos puede dejar aquí tirados.

—¡Cierra la bocaza, Lilo! —el tono del capitán no admite réplica.

Al elevar la voz, las luces de la cabina parpadean. Un oscuro presentimiento ha debido cruzar por la mente del capitán. Mira a su alrededor con desconfianza y formula una pregunta desconcertante:

—Me estás escuchando, ¿verdad?

Silencio.

—Vamos, sé que estás ahí. ¿Quién eres?

El panel virtual se iluminó en el centro del habitáculo, mostrando un texto.

«Amiga»

—¿Por qué estás haciendo esto? —pregunta.

«¿Amigos?»

«Oscuro»

—¿Eres una IA? ¿Te creó la doctora Ceres? —Esta vez soy yo quien lanza la pregunta, atando cabos en mi mente.

«¿Doctora?»

«Madre»

«No soy IA, soy yo»

«Necesito: más espacio»

En la pantalla aparece nuestra posición y una secuencia de comprobación de distancias a distintos puertos habitados.

—Cálculo de ruta de emergencia con optimización de recursos. Jornadas de viaje a destino: veintidós. Número máximo de viajeros con probabilidad de supervivencia: dos. No hay otros destinos al alcance con nuestros recursos. —La voz de la computadora de navegación enuncia los parámetros de vuelo.

«Sólo dos pasajeros»

Los tres nos miramos unos a otros. Lilo se lleva la mano de forma automática al arma y desenfunda, apuntándonos.

—Ya sé lo que estáis pensando. No voy a terminar mi vida en esta lata de sardinas. No seré yo el que sobre aquí. ¡Vamos! ¡Fuera de la cabina!

—¿Qué demonios está haciendo, sargento? Mantenga la calma y nadie saldrá herido. Vamos, revisaremos los cálculos. Siempre hay otras opciones. —La voz del capitán intenta tranquilizar al sargento, que alterna su mirada entre nosotros. Me asusto al contemplar la férrea convicción de sus palabras. Necesita asegurarse la supervivencia, y él es el único armado.

Con las manos alzadas, abandonamos la sala de control. La puerta se cierra tras nosotros, dejándonos aislados en el compartimento de carga.

—¡Maldito cobarde! ¡Ha cortado el suministro de aire!

Los indicadores de la cabina me lo confirman.

—Piensa, Cal, piensa. ¿Qué elemento de la lanzadera está aislado del sistema central donde se ha instalado esa IA parásita?

—Déjame un segundo. ¡Sí, lo tengo! ¡Las cápsulas de escape! —contesto, sin entender muy bien cuál es el plan.

—Es lo mismo que yo estaba pensando. ¿DELTA?, soy el capitán, ¿nos escuchas?

—Afirmativo, capitán. Estoy emitiendo solo a su receptor.

—Incluye el de Cal. DELTA, vamos a lanzarnos en las cápsulas de emergencias. ¿Puedes maniobrar para recogernos?

—La maniobra pone en serio peligro sus vidas, capitán.

—Puedes y debes elegir por ti misma. Si nos quedamos aquí vamos a morir, DELTA. Tu protocolo establece preservar al máximo la vida. ¿Recuerdas?

Yo lo recuerdo todo, capitán. —Un momento de silencio—. Afirmativo. Adelante con la maniobra.

***

         Mientras tanto, en la sala de control de la lanzadera, una melodía de violines surge por los altavoces. La música fluye con un ritmo creciente. Lilo la reconoce; es la misma pieza antigua del maestro barroco Vivaldi que sonaba en el canal de la ALECTO, la que evoca el invierno. Casi de manera inmediata, los dientes le comienzan a castañetear. Un instante después le tiembla todo el cuerpo con la absoluta certeza de que la muerte se acompañará de aquellos compases.

En la sala de control de la nave DELTA, los sensores siguen el lanzamiento de dos cápsulas de salvamento desde la lanzadera. La IA de a bordo calcula la infinitesimal posibilidad de que algún elemento contenido en las cápsulas esté infectado por el virus parásito. Evalúa las consecuencias. Tan solo precisa unos milisegundos. En el exterior, varias explosiones casi simultáneas iluminan la sala, pero no hay ningún ser humano allí que pueda apreciar el espectáculo.

La IA ha tomado una decisión por sí misma: preservar la vida, su vida.

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