Viaje al interior…
Algo así dijo Tolstoi en el comienzo de “Ana Karenina”: todas las historias de amor que funcionan son iguales, pero las parejas infelices lo son cada una por motivos distintos[1].
Por esta razón la calma chicha de una relación bienavenida suele ser de poco interés. Poca novela se ha escrito al respecto, siendo más leídas si hablan de los tórridos comienzos o de los finales tormentosos -Netflix rebosa de estas historias-. Lo mismo con las canciones y los poemas. El momento-valle de una relación solo parece relevante para los propios interesados, que disfrutan de la dicha de su rutina o de su mutuo aburrimiento. A veces sin saber si están estirando el chicle o si lo siguen compartiendo, aunque ya no sepa a nada. Mientras que los jirones deshilachados por dos desgraciados tienen más cuajo para todos, y cabe analizar en cada caso cuál ha sido el roto, la razón del desguace y según el contertulio, el consejo de turno —casi siempre con las mejores intenciones— «para salir pese a los años, con los menos daños».
Con la idea de que esta sea mi última decepción —sería demencial abordar una nueva relación sin haber comprendido los vericuetos que han detonado con la más reciente—, yo he intentado mantenerme ocupada reorganizando la casa, visitando a amigos, con citas absurdas de apps para edades-silver y dejándome llevar en alguna noche loca. Sin embargo, la apisonadora de la realidad, entre la bruma y tanta humedad, ha entrado por el balcón de la casa y se ha acomodado como una reinona en mi sofá. Las fases de alivio y de sensación de libertad de los inicios han dado paso a una etapa de tristeza alentada por la lluvia impertinente de abril y este frio de carámbanos en los pies. También por la certeza, la triste certeza, de que nuestra historia ha terminado y llega el calvario de la etapa más dolorosa del duelo. Toca tomárselo en serio, pero…
… el homo-sapiens es muy poco sapiens en esta fase…
El cerebro borra los defectos que llegaste a aborrecer. Echas de menos los detalles que te enamoraron, y la razón aquí solo alcanza a transpirar. Manda el chacra corazón y se queja al resto del organismo en formato reproche: ¿pudiste hacer más?, si no me hubiera empeñado en … fui demasiado cabezota. Y si… la ausencia, la pérdida, la soledad…
De hecho, el efecto shock ha comenzado hace unos días. Como ejemplo os diré que estoy mirando —sin ver—una serie en streaming en polaco de no sé qué detective con mala leche que vi durante el confinamiento. Conste que tengo amigos-totem a los que llamar cuando estoy de bajona, pero no hay amistad que se merezca el tsunami-pozo-sin-fondo de estos días.
En lugar de recordar los problemas de convivencia y las obviedades constantes que apuntaban con tino a que éramos una pareja disfuncional. Ahora recuerdo el instinto animal de los inicios: repletos de siestas que nunca empezaban y pelis de las que no consiguiéramos ver el final; demasiado que indagar.
La ineludible química de la curiosidad.
Después los años convirtieron la explosión en agradables costumbres, en encuentros con placer y en una complicidad en estéreo.
Es hermoso el proceso del enamoramiento cuando se convierte en un cariño profundo. Pero aquí es donde —por exceso— el afecto acompaña las concesiones, y es cuando el desgaste aparece: lo bueno no lo parece tanto y con el deterioro, lo malo resulta peor.
Supongo que mantener una relación long-term en formato bonito es como saber bailar. Hay quien nace con el talento y quien no tiene el ritmo.
Durará un tiempo esta etapa de tristeza, meses, un año dicen de promedio. Tiene sentido. Una vez has pasado todos los acontecimientos anuales y ya te has tatuado la palabra -fin- en el entrecejo.
Cuando eres más joven hay tantas opciones de repuesto que un año es demasiado, pero si alguna ventaja tiene el acumular décadas, es que una tarjeta de crédito y unas vacaciones pueden convertir esta fase de tristeza en un viaje a un lugar bonito sin dar explicaciones a nadie.
Así que ese regalo me he dado.
La aventura comenzó con una llamada de mi madre —con quien como buena heterosauria he tenido una relación ambivalente mejorando con los años y la comprensión mutua—. Ella sabe que lo intenté por tierra, mar y aire y desde todos los puntos cardinales. «Hija, tú deja que pase el tiempo y cada día te sentirás mejor».
Pues tenía razón.
Solo con oler la brisa descarada que corría por las calles de Oporto ya noté la sensación de libertad. Y la liberación del dolor. Sea la pérdida de una amistad, de un amor, o de una hija empecinada en crecer. Si eres como su rio Duero, que plácidamente se difumina en la bravura del océano, la pena desaparece. La tristeza escampa porque formas parte de algo inmensamente más importante que tú.
Creo que algo así quería transmitir el sabio Jose Luis Sampedro en su frase acerca de la aceptación de la vejez:
“El arte de la vejez es arreglárselas para acabar como los grandes ríos, serena, sabiamente, en un estuario que se dilata y donde las aguas dulces empiezan a sentir la sal y las saladas, un poco de dulzura. Y cuando te das cuenta ya no eres río sino océano. Eso es lo que pretendo.”
O como dijo Bruce Lee… “Be water, my friend”
Pasear por esas calles sola y a paso ligero tuvo desde el primer instante en mí un efecto liberador. A cada paso, la losa del pecho pesaba menos. Horas y horas de pateo arramplé con la ciudad desde todos sus flancos, escudriñando todos sus rincones, —casi infinitos—, y dejando que mis sentidos transpiraran las nuevas sensaciones.
Señalo que para apuntalar el olvido es importante ir a un sitio que sea realmente diferente al que vives en el día a día. Escuchar las mismas palabras, pero en otro idioma o acento tiene un efecto mágico en los mecanismos de retención de los recuerdos.
El hipocampo limpia y con el rasca y friega, arranca también los que duelen.
¡Y qué decir si viajas en tren! La terapia más efectiva.
Viajar sola (o solo) tiene indudables ventajas. Y es que puedes caminar exactamente por donde tu intuición te lleva, y repetir los enclaves con los que más conectas. El tercer día, tal era mi cara de empanada, que un amable portugués se acercó para preguntarme: «Are you lost?» Quizá me vio como una presa facilona o pensó que realmente yo estaba perdida. Solo le contesté que no. Justamente estaba encontrando lo que más buscaba, el camino de vuelta a mi serenidad.
Un camino personal que no puedes aprender en cabeza ajena.
Reconozco que ahora no valoro tanto la excentricidad que prevalece en el inicio y en el fin de las relaciones, en el drama de los inicios inhóspitos y el de los finales amargos.
Creo que, alejada de los dos picos intensos hay una equilibrada cadencia de olas que arremeten contra la arena de la playa dejando obsequios: conchas de mar, caracolas, piedrecitas, e incluso algún valioso vestigio del pasado en forma de fósil marino. Así son los detalles de esas parejas que nos parecen de tan poco intensas, demasiado aburridas.
Un
valle entre picos, pleno de rutinas sabias que vale la pena explorar para que,
de verdad, «a más años, los menos daños».
[1] La frase exacta del inicio de Ana Karenina es «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera»
…
Capítulo 5 de Diarios de una heterosauria por Marisa Alemany.
Otros capítulos:
Capítulo1: Diarios de una Heterosauria:
Capítulo 2: Mi amigo lesbiano
Capítulo 3 : Cita en el Tinder: ¡la heterosauria va de caza!
Capítulo 4: ¡¡La heterosauria pilla cacho!!
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